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Una musa de Borges y Bioy

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Genoveva ‘Veva’ Falisca publicó un único volumen de cuentos y, según contaba ella misma, encandiló a los dos escritores y amigos

JUAN BAS

Me he encontrado en la sección de Cultura de la edición digital del diario ‘La Nación’ un suelto que informaba de la muerte de la escritora y periodista Genoveva Falisca. Ha fallecido en Buenos Aires a los 83 años de edad. La sucinta noticia citaba su libro de cuentos de género fantástico ‘El convertidor de deseos inconfesables’, de 1996, con el que consiguió cierto éxito y fue el único que publicó. También había sido columnista cultural en ese mismo diario y se ocupaba de las críticas de cine en ‘Clarín’.

Recordé la tarde de 1997 que conocí a Genoveva Falisca. Fue en Madrid, en el bar inglés del hotel Palace, donde por aquel entonces mezclaban un ‘dry martini’ aceptable y era un lugar apacible. Antes de ir al Palace había dado una vuelta por los puestos de librerías de viejo de la Cuesta de Moyano. Encontré un libro valioso que hacía años regalé y después me arrepentí de aquel arranque de generosidad. Era ‘Crónicas de Bustos Domecq’, de Jorge Luis Borges y Adolfo Bioy Casares, el segundo de los tres libros de cuentos humorísticos que escribieron al alimón, fusionados en el autor ficticio Honorio Bustos Domecq. Además, el pequeño volumen era el de la edición argentina, la de Losada con la cubierta de la ilustración de John Tenniel para ‘Alicia en el país de las maravillas’ presidida por el gato de Cheshire. Aunque la que encontré era la segunda reimpresión, la de 1968, y yo tuve la primera edición de 1967, lo consideré un estupendo hallazgo, y comprado a buen precio.

Ya en el bar del Palace, sentado a una mesa con un ‘dry’ y mi botín literario, me puse a hojear el libro con cariño y nostalgia de la primera lectura. Enseguida releí el prólogo del inefable fantasmón ficticio Gervasio Montenegro y comencé el primer cuento, ‘Homenaje a César Paladión’. Me fijé en que la solitaria señora de la mesa de al lado, situada a mi izquierda, miraba con atenta curiosidad la portada. Se dio cuenta de que me percataba de su observación y me dijo con tono amable y un acento inequívoco: «Cuántos buenos recuerdos de juventud me trae ese libro».

Nos pusimos a conversar, cada uno desde su mesa; quedaban lo suficientemente cerca una de otra para hablar con comodidad. Era una dama guapa y distinguida, muy elegante. Ahora sé por la noticia de ‘La Nación’ que en 1997 tenía 63 años; no los aparentaba y seguía siendo una mujer atractiva. Nos presentamos. Tras decirme su nombre, Genoveva Falisca añadió: «Pero podés llamarme Veva, todos lo hacen». Me contó que conoció a Borges y Bioy Casares durante los primeros años 60. «Adolfo, después de comer (en Argentina, cenar) con Borges y trabajar juntos en su casa, llevaba a su amigo en el auto a la calle Maipú, donde vivía con doña Leonor, su madre (que era una señora estirada e insoportable menos para su Georgie, comentó más tarde). Y solían entrar a tomar un guindado en el café de mis padres, que se llamaba Fénix y estaba en la misma cuadra». Ella trabajaba allí en aquel tiempo. Los dos escritores simpatizaron con Veva, que se sentaba a su mesa cuando ya apenas quedaban clientes, antes de cerrar. Hablaban de literatura con ella y les gustaba la inteligencia y las ganas de conocimiento de su joven y guapa anfitriona. Veva Falisca dejó entrever que tuvo algo más que una amistad con Bioy, al que calificó de apuesto, seductor y dandi. Y que Borges estuvo un poco enamorado de ella. «Pero seguro vos sabés, el maestro se enamoriscaba de todas las minas que no fueran un adefesio», explicó con cambio de registro a lo coloquial. «Veía ya muy mal. Pocos años después se casó con Elsa Astete, que por lo que se dijo era, de otro modo, tan insufrible como la mamá, y supe por Adolfo que fue infeliz con ella». Seguido me confesó, con falsa modestia, algo sorprendente que en ese momento puse muy en duda.

En 1963, Borges y Bioy estaban en plena escritura del libro que estaba sobre mi mesa. Según Veva, los dos amigos le contaban cada noche avances y dudas y ella les dio las ideas para los argumentos de varios de los cuentos, pero no especificó cuáles. Sí fue más concreta al asegurarme que en ‘Diario de la guerra del cerdo’, la novela que Bioy publicó en 1969, el tema central de la persecución y exterminio de los jóvenes a los viejos fue invención suya y un regalo al probable amante.

Nos despedimos. Veva Falisca iba a cenar con su marido, que la había acompañado a Madrid para la presentación de la edición española (en la Editorial Panceta) de su libro de género fantástico ‘El convertidor de deseos inconfesables’. Al día siguiente lo compré. Tenía curiosidad por leer a aquella pretendida musa que encandiló a ambos amigos. Los cuentos no eran buenos. El volumen era largo, de índice numeroso. Leí algo menos de la mitad. Estaban escritos con una mezcla de descuido y barroquismo gratuito, farragoso en conjunto. La mayoría de cuentos prometían en su planteamiento más de lo que daban, pero había algunos con ideas argumentales muy buenas, espléndidas, propias de Borges y Bioy Casares.

Fuente: El Correo



Borges la Metáfora, Joyce el Sinthome.

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Autor: Juan Carlos Mosca

Borges dijo: “Buscamos la poesía; buscamos la vida. Y la vida está, estoy seguro, hecha de poesía. La poesía no es algo extraño: está acechando, como veremos, a la vuelta de la esquina. Puede surgir ante nosotros en cualquier momento”[1]. Agreguemos que es la vida de una lengua “viva”. Porque cada hablante le otorga un retoque y hay en ello una creación que es poética.


Borges y la Metáfora.

Hay muchas frases, muchos versos que son magníficos y que no parecen realmente metáforas. ...”, afirmó Borges y lo ejemplifica con James Joyce: "Beside the rivering waters of" -pausa- "hither and thithering waters of" -pausa- "night" -pausa-.  Debe hacerse pausa al leerlo[2] y tiene que ser dicho en inglés, en español es abstruso.

            Recuerda el escritor que Lugones afirmó que la metáfora es el elemento esencial de la poesía y él trata de refutarlo. Se pregunta entonces acerca del enigma de la poesía y además se pregunta por la función de la metáfora en la poesía. Piensa que sólo hay unas pocas metáforas esenciales[3]. La primera es cuando Heráclito afirma que nadie se baña dos veces en el mismo río. Para Borges esta metáfora es bellísima, la esencial entre todas y es una metáfora fundamental. En ella se figura el movimiento con lo cual se compara el tiempo y el río, se percibe que el río está cambiando y uno siente que es el río, que uno mismo está cambiando, lo que produce un efecto estremecedor. Esta es una verdadera metáfora, no un mero juego de palabras. Podemos agregar que en ella notamos cómo la metáfora introduce la temporalidad. No solo esta metáfora en particular, sino toda metáfora implica una temporalidad.

Después Borges sigue enumerando metáforas esenciales. Otra es aquella figura de que la vida es sueño, como en Calderón de la Barca. Luego el parentesco del sueño con la muerte, duerme en su último lecho, duerme con sus ancestros. Finalmente la analogía entre la mujer y la flor. Entonces tendríamos unas pocas metáforas que son realmente esenciales y el resto son resultado de destrezas y juegos de palabras, con efecto poético, pero no verdaderas metáforas. Juegos de palabras que son o variaciones de estas metáforas esenciales, o construcciones poéticas no metafóricas.

Es interesante que Borges no encuentre ni en la poesía oriental ni en la escritura de Joyce verdaderas metáforas, referencias que suenan en correspondencia  con los desarrollos de Lacan.

 Borges escribió sobre el Finnegans Wake "En el Ulises hay sentencias, hay párrafos, que no son inferiores a los más ilustres de Shakespeare o de Sir Thomas Browne. En el mismo Finnegans Wake hay alguna frase memorable. En este amplio volumen, sin embargo, la eficacia es una excepción"[4].

Supone esto que en el lenguaje figurativo debiera predominar lo metafórico y esta eficacia metafórica no la halla en Joyce, quien “abusaría” del retruécano y los juegos de palabras.

¿Qué es la metáfora?. Aristóteles define la metáfora en su Poética. Dice que la metáfora es dar a una cosa el nombre de otra, según relaciones de analogía, de género a especie o viceversa, o de especie a especie. La comparación es también una metáfora, pero mientras la primera es explícita: Aquiles luchó como un león, la segunda es implícita: Aquiles fue un león[5].

Con el curso ginebrino se produce la distinción, mantenida hasta ahora, establecida por Saussure, entre sintagma y relación asociativa; continuada y desarrollada por los lingüistas contraponiendo sustitución (en ausencia) y asociación (en presencia), distinción entre paradigma y sintagma, o metonimia y metáfora.

En La Instancia de la Letra Lacan define la fórmula de la metáfora: “Una palabra por otra”, por sustituirse en la cadena significante. Brinda una afirmación “... el síntoma es una metáfora, no es una metáfora decirlo, del mismo modo que el deseo del hombre es una metonimia. Porque el síntoma es una metáfora, queramos o no decírnoslo, como el deseo es una metonimia”[6].

Metáfora, el efecto de sustitución de un significante por otro dentro de una cadena, sin que nada natural lo predestine. Con ello la enunciación no se reduce al enunciado, la metáfora es paterna y la significación producida es fálica. Viable a partir de la operatoria de la metáfora paterna, por lo que el Nombre del Padre es condicionado en su dependencia del Deseo de la Madre.

Joyce y el Sinthome.

Invitado al Simposio James Joyce en la Sorbona Lacan plantea una nominación distinta a la producida por el Nombre del Padre en la Metáfora Paterna, esta es condicionada por el Deseo de la Madre, ahora indica la posibilidad de una nominación incondicionada, señalándola como el cuarto elemento del nudo, como consistencia supletoria. La supleción en Joyce es hacerse un nombre, que no es el del Padre, aunque filiatoriamente venga de su linaje, es propio al apropiárselo y engrandecerlo él mismo.

El nombre propio está destinado al llamado. Uno responde a su nombre, es llamado por su nombre, que pretende singular. En esto hay una carencia, a veces compensada con el seudónimo o el apodo. Apropiárselo produce cierto efecto, fundar un nombre, hacerse llamar y nombrarse a sí mismo en el reconocimiento de los otros, sin quedar pendiente de esa validación en el Otro.

Al sinthome no lo caracteriza el mecanismo de la sustitución metafórica, sino la nominación. El sinthome, la nominación, no está “en reemplazo de”, sino que por sí misma se erige en el lugar reparatorio del lapsus del nudo[7].

El síntoma es la “tierra extranjera interior, produce un sufrimiento al que se atribuye un sentido que dirige la demanda al Otro. El síntoma neurótico se completa con el Saber del Otro, incrustado como sufrimiento y demanda, a su vez es interno, integra al sujeto.

Como señala Karothy “... si el síntoma quedara en ese plano referido al saber, un tratamiento podría avanzar siempre más o menos bien en una deriva que llevaría al deslizamiento infinito de la significación que la estructura misma del significante promueve ... hasta la aparición de la resistencia del superyo”[8]. Aparición del núcleo de goce que el síntoma encierra.

Tendríamos así como alternativa o el análisis interminable o la interrupción.

La extraterritorialidad es en Joyce distinta. Lo que Lacan llamó su condición de desabonado del inconsciente. La escritura de Joyce no cierra el sentido, produce enigmas, éxtasis epifánico. El goce estético de la epifanía y de la escritura enigmática de Joyce no se asienta en la producción de sentido, por lo tanto no es metafórica. Metafórico es el síntoma, no el sinthome. El exilio del sentido en Joyce no es la producción sin sentido, pero no está centrada en la búsqueda de un sentido que alivie al lector. En todo caso deja cabos sueltos y enigmas ofrecidos a un lector “activo” e inquieto. Inquieto por una escritura inquietante.

En los textos de Joyce el descubrimiento puede ser el final más banal o simplemente abierto. Lo cual puede ser también muy divertido. Se ha dicho que Joyce gozaba al escribir. Su escritura no es predominantemente metafórica, pero tiene aquella otra belleza que Borges distinguía de la metáfora, se la describió como de retazos metonímicos.

En su seminario Lacan ubica 3 goces en las intersecciones de los anillos del nudo, goce fálico, goce del Otro y en la intersección de Imaginario y Simbólico el sentido, que por ello queda equiparado a un goce, goce del sentido. Joyce en vez del goce del sentido exagera el goce de lo oído, los sonidos y lo fonemático.

Lacan, recordando el texto de Joyce “Los exiliados”, dice que el enigma es una enunciación tal que no se encuentra su enunciado. “Exilio” dice en el seminario XXIII, “no puede haber mejor termino para la no-relación”. No hay relación sexual, no hay metalenguaje, no hay Otro del Otro. No todo es sentido. Esta es la extraterritorialidad de Joyce respecto de la metáfora, del sentido y del síntoma neurótico.

¿Joyce ni escribió una metáfora ni tuvo síntomas neuróticos?. No creo que la cuestión a plantearse sea esa, sino si “además” hay un plus, algo más, solidario con tocar “puntas de real”.

Un plus es en este plano ir más allá del Nombre del Padre. Joyce en su escritura –y tal vez esto sea válido para todos los escritores que denominaré, a falta de otro termino, verdaderos- va más allá, traspasa, sin negarlas, las reglas de la lengua, sirviéndose de ellas de una manera singular, herética. Va contra el dogma. Eso no es sustitución de un sentido por otro, produce enigma e inquietud. Y lo hace como ya lo han señalado los comentaristas con una pasión que en el arte de decir, decir con arte, implica un Art Dire, Ardeur y también Ardid (esto último en referencia al “artificio”). Goce del sinthome, opaco al sentido, en el decir de Lacan.


Borges y Joyce

Conocemos la importancia que Joyce le adjudicó a la musicalidad en las palabras y en las mismas escenas literarias, en su ritmo, en los sonidos en esas escenas (entre otros en Los Muertos por ejemplo o en el último capitulo del Ulises). Si bien Borges no hace construcciones de ese estilo, en sus comentarios también encontramos una apreciación acerca de la musicalidad y el ritmo. En Credo de Poeta, la última de sus conferencias en Harvard, nos dice, finalmente, que la metáfora es algo mucho más complicado de lo que él creía. Menciona unos versos de Robert Frost: “Pues tengo promesas que cumplir y millas por hacer antes de dormir, y millas por hacer antes de dormir”. Dice Borges que si tomamos los últimos versos, el primero -"y millas por hacer antes de dormir"- es una afirmación. Pero, cuando lo repite, "y millas por hacer antes de dormir", se convierte en una metáfora; pues "millas" significa días, mientras "dormir" presumiblemente signifique morir. “Quizá el placer no radique en que traduzcamos "millas" por Años y "sueño" por Muerte”, -dice Borges- “sino, más bien, en intuir la implicación”.

Finalizando la conferencia afirma: “Como he dicho, el significado no es importante: lo que importa es cierta música, cierta manera de decir las cosas. Quizá, incluso si la música falta, ustedes la sientan”.

          
[1] J. L. Borges. Seis conferencias en 1967 en Harvard. “Arte poética; seis conferencias”. Ed. Crítica.
[2] Junto a fluviales aguas de, yendo y viniendo aguas de, noche. También literalmente: a la orilla de agua fluyente de, yente y viniente agua de, noche. Traducción de María Victoria Suárez en el diario La Nación de Bs. As.
[3] J. L. Borges. Conferencia sobre la metáfora dictada por el escritor en 1982 en Nueva Orleáns y publicada en el suplemento cultural del diario La Nación de Bs.As. el 16 de mayo del 2001. Existen notables similitudes, que son muchas, entre la conferencia dedicada a la metáfora en Harvard, la segunda de la serie, y la de Nueva Orleáns. Pero no son pocas las diferencias. Las referencias a la escritura oriental y el comentario sobre Joyce por ejemplo. También resulta interesante que en la quinta conferencia de Harvard Borges utilice las mismas líneas del Finnegans Wake a las cuales recurre en Nueva Orleáns, pero en otro sentido.
[4] J. L. Borges.“Textos Cautivos”. Ed. Tusquets.
[5] Pierre Louis. Citado por Ferrater Mora en “Diccionario de Filosofía”. Ed. Ariel.
[6] J. Lacan. “Escritos” Ed. Siglo XXI. Pág. 508.
[7] R. Harari “¿Cómo se llama James Joyce?” Ed. Amorrortu.
[8] R. Karothy. “Vagamos en la Inconsistencia”. Ed. Lazos. Pág.139.

Fuente: Odiseas de un occidente


En «Elogio de la sombra» está todo Borges

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“En cada texto borgiano está todo Borges, en el cálido movimiento de olas de la repetición”

Por VÍCTOR BRAVO

Goethe, a sus ochenta años, pide para sí la más alta lucidez para concluir la segunda parte del Fausto, su obra maestra. Borges, a sus setenta años, en el brumoso año de 1969,  escribe Elogio de la sombra, uno de sus textos poéticos magistrales, si se me permite la redundancia.

La década del sesenta  es tiempo de protagonismo de la literatura de América Latina: son los años del boom de la novela, de Vargas Llosa a García Márquez, con presencia en ese horizonte de Cortázar y Fuentes, de Donoso y Sarduy; y son años de obras fundamentales de Onetti y Lezama Lima.

En poesía es la década de Ladera este de Octavio Paz y de Fin de mundo de Pablo Neruda; de Filiación oscura y de Lo huidizo y lo permanente de Juan Sánchez Peláez; es la década de Dador de Lezama Lima y de Falsas maniobras de Rafael Cadenas.

Es una década luminosa para nuestro rudo y dulce español, y es la década de Elogio de la sombra, momento luminoso en la luminosa obra de Jorge Luis Borges.

En Elogio de la sombra está todo Borges.

Así como la reflexión contemporánea sobre los cielos nos dice que cada lugar del universo es el centro del universo  (en resonancia con la paradoja que Borges cita en La esfera de Pascal, de 1952, que dice: «El centro del universo está en todas partes y la circunferencia en ninguna») así, en cada texto borgiano está todo Borges,  en cálido movimiento de olas de la repetición.

En los juegos de lenguaje sobre centro e infinito, Borges reinventa poéticamente la ciudad de Buenos Aires, crea el «fervor de Buenos Aires» para desde allí nombrar lo íntimo y lo cósmico; y así, «Esta ciudad que yo creí mi pasado/ es mi porvenir, mi presente;/ los años que he vivido en Europa son ilusorios,/ yo estaba siempre (y estaré) en Buenos Aires». Desde allí creará, con los signos desaprensivos de la realidad, las mitologías del gaucho y el malevo, e intuirá los límites del ser y la paradoja del infinito, se asomará, en ese infinito,  por arte del laberinto, a lo que Romain Rolland, desde las primeras páginas de El malestar en la cultura de Freud denominará «el sentimiento oceánico», y realizará, en pleno vértigo de vacío, juegos de lenguaje y desplazamientos por los pasajes que son como grietas de los límites del hombre, de su insólita travesía entre la vida y la muerte, esa inminencia absoluta que el hombre lleva consigo, entre el acaecer y sus redes de causación y el brote incomprensible de las paradojas, entre el encierro absoluto del hombre de los límites y el afuera inexistente.

Borges crea una exhaustiva descripción del estar-en-el-mundo -, y en su horizonte, crea con efecto estético indescriptible, el brote, inesperado, intenso, lúdico, de lo innombrable, de lo que, como el noumeno kantiano, se resiste a la simbolización, de la imposibilidad: de la paradoja, ese puente ilusorio entre el misterio y el enigma.

En cada texto borgiano está todo Borges, en el cálido movimiento de olas de la repetición.

El arco fundamental de ese movimiento va de la fuente bíblica y judeo cristiana a las fuentes griegas de las figuraciones míticas y la racionalidad, movimiento, que Habermas, en su interpretación de la cultura, imagina entre Israel y Atenas.

El libro se abre con el poema «Juan I, 14», en el fuerte eco del libro de Juan y la vida del hombre más singular de la historia de la humanidad, la vida de Jesús. Desde el poema emerge, como un susurro, la voz del Dios que paga por su desplazamiento a la condición de hombre, con el abandono del propio padre («Padre mío, por qué me has abandonado»), y, por privilegios del verso escuchamos el testimonio del hombre y del Dios: «Fui amado, comprendido, alabado y pendí de una cruz/ Bebí la copa hasta las heces. /Vi por mis ojos lo que nunca había visto:/ La noche y sus estrellas. /Conocí lo pulido, lo arenoso, lo desparejo, lo áspero».

En el otro extremo del arco de la cultura, Heráclito, presente, como Zenón y sus aporías a lo largo de la obra de Borges, nos describe el más terrible y enigmático de los pasajes, el del ser y el no ser, que ilustra el río «que arrastra mitologías y espadas», el río como «la huidiza/ imagen de tu vida y de mi vida/ que lentamente se nos va de prisa». Y esa disyunción se concentra en grandes momentos de la obra de Shakespeare, por ejemplo en el To be or not tu be hamletiano, se expande en los versos borgianos para convocar espacio, tiempo y movimiento, los tres grandes nudos reflexivos de la Física de Aristóteles, para trazar las formas del laberinto y, en él, un adentro sin afuera, la sorprendente paradoja que se reitera, por ejemplo, en La casa de Asterión» y que parece ser una de las grandes paradojas del universo; y en él esa condición del ansia del humano ser que es la espera, ansia que es la de Vladimir y Estragón; Y, confluyente con el espacio, el drama del tiempo: así dirá en el poema en prosa «Una oración»: «El proceso del tiempo es una trama de efectos y de causas, de suerte que pedir cualquier merced, por ínfima que sea, es pedir que se rompa un eslabón de esa trama de hierro, es pedir que se haya roto». En las grietas de esa ruptura nos sorprenden los juegos de lenguaje de Borges.

Y en la confluencia de las cálidas olas de las reiteraciones, se producirá la aparición del doble, el reconocimiento de la realidad y, en la realidad, el reconocimiento de lo terrible: aparecerá la figura de Joyce, como antes de Whitman, de Chesterton y de innumerables autores ingleses; y aparecerá con su aura de estrafalario misterio la figura de Macedonio Fernández, sonriendo desde muchos versos borgianos, y aparecerá Cervantes, y en él, el Quijote, principal figura en la amplia intuición lúdica y reflexiva de Jorge Luis Borges.

Fuente: El Nacional

La pausa de un mes

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 Dolores Caviglia

Enero es un buen momento para estar en la ciudad. Hay algo. Tiene algo. Puede que sean los vestidos de lino largos, las flores, el pasto seco, los anteojos oscuros, las camisas amplias, el viento que arde, los paseos entre murmullos, los encuentros perdidos. O puede ser el olor del sol. Áspero. Bravo. Inmenso. No sé cuán cierto es aquello de que enero es lindo porque hay menos gente porque si bien es cierto que hay menos gente también es cierto que los chicos que suelen estar en las escuelas de marzo a diciembre ahora están las calles. Por lo que la ecuación no varía tanto. No. Es un buen momento para estar en la ciudad por otra cosa.

Y es que enero no tiene apuro. Los taxistas manejan tranquilos en las avenidas. Los jóvenes esperan en las esquinas y cruzan cuando deben. En enero mi novio se olvidó del turno que había sacado con un médico y no se disgustó. Era viernes temprano, me miró y me dijo: "A la tarde llamo". En enero la gente muestra la piel. Se broncea. Se maquilla poco. Se suelta el pelo y se lo deja largo. Toma más helados. Camina en ojotas. Come sandía. En enero los padres tienen más paciencia y quien trabaja no se toma vacaciones y sin embargo se contagia de aquel que sí. Para mí es un gran momento para mirar vidrieras. Para quedarme dormida por las mañanas. También es el mes en que, cada cuatro años, hay gobierno nuevo. En que los pájaros se oyen cantar hasta tarde, las veredas se llenan de gotas, los colectivos de abuelos y las tardes de cervezas bien frías. Enero es un buen momento porque arranca un año.

Qué insólito. ¿Cuál será la diferencia entre el 31 de diciembre y el primero del mes siguiente? La pienso y no la encuentro pero la siento. Enero es un principio. Es ese principio que ocurrió miles de veces. ¿Por qué nos gustan tanto las repeticiones? A mí hacer lo mismo una y mil veces me da seguridad. Me gusta tomar café en taza grande solo los viernes. Lo repito y me siento cómoda al hacerlo. ¿Por qué queremos volver a vivir lo que ya vivimos? Yo si estoy haciendo zapping en el sillón de casa y encuentro por casualidad la película Notting Hill la dejo. Me quedo mirando y me la sé de memoria. ¿Será que nos provoca ilusión? Enero es la posibilidad de volver a empezar. Creemos tener una nueva oportunidad para conseguir eso que no pudimos la vez anterior. Para el amor, para el dinero, para viajar a ese país que queda tan lejos, para conseguir un empleo que nos guste más, para tener hijos, novios, amantes, para por favor cambiar, para llegar a ser eso que queremos y no conseguimos.

Hay otra cuestión oculta en la repetición y es extraña pero es la idea de que el tiempo no avanza, como esa bailarina de piernas amables, brazos lánguidos, cabello recogido en red, capas de tul y zapatillas en punta que gira y gira y gira tan veloz sobre el escenario, con la música de guía, que se queda quieta. Nunca nada desaparece en el pasado porque todo regresa. De cualquier forma. De una idéntica. Lo que ocurrió va a ser parte del futuro. Los días de la semana. Un beso. Esa lágrima. De nuevo enero, de nuevo marzo, de nuevo junio, de nuevo noviembre.

Recuerdo que hace unos años, cuando estudiaba en la facultad, leí un ensayo de Jorge Luis Borges que me inquietó. Todo lo que escribió me perturba bastante pero este en particular, más. En "La doctrina de los ciclos", Borges asegura algo así como que el número de átomos en el mundo no es infinito y entonces explica que bajo esa condición sus variaciones no pueden ser eternas y que esa es la razón por lo cual tanto el universo como las personas estamos condenados a repetirnos. "De nuevo nacerás de un vientre, de nuevo crecerá tu esqueleto, de nuevo arribará esta misma página a tus manos iguales, de nuevo cursarás todas las horas hasta las de tu muerte increíble", dice y a mí me parece brutal por lo cierto. El tiempo es circular pero avanza hacia una única dirección. Siempre. Sin límites. Y nunca más será 25 de abril de 1983.

Por eso enero es bello y es bienvenido. Porque es una pausa. El paréntesis necesario. Es el comienzo de lo que sigue hasta el fin. Por eso nos sentimos más livianos. Porque recién arrancamos. Por eso pensamos que no hay tantas urgencias. ¿Y si nombráramos todos los meses de la misma manera? Enero es terapéutico. No se entiende. Es un espacio que se encuentra en medio de quién sabe qué cosa. O de aquello que bien sabemos pero mejor ni pensar. Enero es una fantasía. Una mentira. Y eso lo hace un buen momento. Enero no parece un mes. Parece un estado de ánimo.

Fuente: La Nación  -  19 de enero de 2020 

Luisa Valenzuela: La risa de Borges

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Hay unos versos de Borges que muchos suelen repetir como si lo pintaran de cuerpo entero, como si no hubiese sido, como todo, el reflejo de un sentimiento que habría de diluirse con los años.


"He cometido el peor de los pecados/ que un hombre puede cometer. No he sido/

feliz". (…) para concluir “Me legaron valor. No fui valiente./ No me abandona. Siempre está a mi lado/ La sombra de haber sido un desdichado”.


Soneto éste, El Remordimiento, que me temo inspiró aquél burdo poema apócrifo que en distintas versiones tantos lectores tomaron por cierto, quizá porque el genio se lamentaba de no haber hecho lo que hacemos los simples mortales sin talento. Comer más dulce de leche, por ejemplo, frase que me recuerda cierta pequeña reunión cuando, hablando de los placeres del paladar, Borges preguntó si realmente el dulce de leche era rico, “pero rico rico, como el arroz blanco” y todos reímos, y él también.


Como reían ellos dos, Lisa y Georgie, al regresar de unos paseos estrambóticos y nocturnos por los puentes de Constitución, lugar que le fascinaba a aquel Borges aún medianamente vidente y siempre muy sensible a su entorno. Y volvían, ellos dos, no describiendo los sórdidos lugares que habían recorrido, sino riendo por las cuartetas idiotas que se les habían ido ocurriendo en el camino.


A este texto que estoy ahora escribiendo, rememorando, me habría gustado ponerle de título "Borges y Yo", pero me temo que la ironía podría pasarse por alto.


Son sin embargo estampas personales.


¡Tantísimos años transcurridos, tantas memorias

La imagen que conservo de aquél a quien solíamos llamar Georgie es la del pícaro que se divierte con sus dichos, no siempre del todo inofensivos pero siempre brillantes y queribles.



La impresión me viene de lejos, puedo hoy contarla sin fatuidad y sin censuras. Porque el tal Georgie frecuentaba mi casa de infancia cuando sus colegas más elocuentes creían que él nunca sería reconocido por el público en general, que era un escritor para escritores. Se sentían privilegiados de apreciar su genio, los colegas, y lo acompañaban a sus escasas conferencias y temblaban –fui testigo–cuando Borges caía en un largo silencio. Ellos temían que, en su pánico de hablar en público, el amigo había quedado con la mente en blanco cuando en realidad estaba buscando la palabra exacta, la misma que al ser por fin pronunciada deslumbraba a todos.


Testigo de tanta cosas, fui. Y a veces víctima. Más de una vez mi madre, Luisa Mercedes Levinson, que todos conocían ya por Lisa, me reprochó que Borges opinaba que yo era capaz de matar a mi madre por un juego de palabras. Borges no lo habría dicho de envidia, todo lo contrario, porque nunca fueron juegos de palabras lo que le faltaron, aunque eso de meterse con la madre…


En fin, especulaciones actuales al correr del teclado. Eso sí, reíamos mucho.


Como reían ellos dos, Lisa y Georgie, al regresar de unos paseos estrambóticos y nocturnos por los puentes de Constitución, lugar que le fascinaba a aquel Borges aún medianamente vidente y siempre muy sensible a su entorno. Y volvían, ellos dos, no describiendo los sórdidos lugares que habían recorrido, sino riendo por las cuartetas idiotas que se les habían ido ocurriendo en el camino:


“En la plaza de Belgrano/ pero un poco más abajo/ hay un letrero que dice/ mierda la puta carajo.” Por ejemplo.


O bien:


“En el medio de la plaza/ del pueblo de Pehuajó/ hay un letrero que dice/ la puta que te parió.”


La preadolescente que era yo en aquel entonces se sentía abochornada por tamaño infantilismo. Mi propia madre y el admirable escritor de escritores, ¡por favor!


Georgie y Lisa emprendieron la aventura de escribir un cuento en colaboración. Esas tardes se aislaban en el comedor de nuestra casa en Belgrano y yo sólo podía oír las carcajadas. Cuando emergían, muy circunspectos, consultaban a la adolescente sabihonda que andaba rondando por ahí cuando podía. ¿Los apellidos Zunino y Zungri te parecen lo suficientemente ridículos?, me preguntaban.


Pasaron años antes de que yo pudiera retrucar con una cuarteta a la altura, nada apreciado por el escritor:

“En el barrio de San Telmo/ Biblioteca Nacional/ hay un letrero que dice/ hacete un lavaje anal”.


Es cierto que admiraba la biblioteca, pero no me resultaba fácil rimar con Nacional. Vicente Varela y otros colegas me felicitaron, sin embargo, y yo me sentía en la gloria.


Las cosas eran así y de otra maneras, por fortuna.


Alrededor de 1952 Georgie y Lisa emprendieron la aventura de escribir un cuento en colaboración. Esas tardes se aislaban en el comedor de nuestra casa en Belgrano y yo sólo podía oír las carcajadas. Cuando emergían, muy circunspectos, consultaban a la adolescente sabihonda que andaba rondando por ahí cuando podía. ¿Los apellidos Zunino y Zungri te parecen lo suficientemente ridículos?, me preguntaban. Y yo no sabía qué decir, Zunino y Zungri eran los dueños de la destapadora de cloacas a la que estábamos abonados –ésas eran las épocas– benemérita empresa que tenía el poético nombre de La Flor de la Primavera.


Peor era cuando me consultaban, por ejemplo, si no resultaba demasiado exagerado que el pretencioso arquitecto protagonista del cuento, para hacerlo gastar, le propusiese a su cliente “un jardín con bustos ecuestres”. Ante tamaños disparates, que los ahogaban de risa, yo no podía menos que recalcar lo ridículo de la idea. Cedieron, no ante mi crítica sino ante un dejo de razón, y por fin optaron por poner “cabezas yacentes de emperadores”.


La temprana adolescente de entonces solía ser muy puntillosa. Pero igual me llenaba de orgullo cuando Borges me hablaba de igual a igual, y me decía muy orondo que ese día habían trabajado mucho: habían completado toda una línea.


El cuento, titulado La hermana de Eloísa, apareció por fin en 1955 publicado por la Editorial ENE, en un delgado volumen con otros dos cuentos de cada uno de los autores.


De mi anécdota favorita de aquella época ya no quedan rastros, por suerte, sólo el recuerdo que tiene del asunto María Esther Vázquez. Porque a los pocos años de haber sido nombrado, en 1955, director de la Biblioteca Nacional, quien casi ya no era Georgie, apelativo cariñoso que iría cayendo en desuso hasta para los íntimos, ideó un estupendo y memorable ciclo de conferencias los sábados, invitando a escritores y escritoras de la época a hablar sobre el tema siempre vigente, “Por qué y cómo escribo”.

Hoy corresponde reconocer que Borges fue un precursor en el uso de la Biblioteca Nacional como espacio para la difusión de la cultura.


Los periodistas de entonces eran asiduos a esas manifestaciones, la gente de letras eran considerados referentes importantes del quehacer nacional. No así los propios periodistas, al menos a los ojos de Borges, razón por la cual me contrató a mí —ad honorem, claro— para que entrevistara a los/las conferenciantes antes de entrar. Durante la exposición, con cuatro dedos y muchos carbónicos, debía tipear el resumen de las conferencias, cosa de entregárselo a los nobles representares de la prensa, que según Borges sospechaba acudían a los bellos salones de la calle México a echarse un sueñito. Y los diarios de la época, me temo, publicaban mi resumen y no quiero ni saber qué habría resumido yo allí, a mis escasos 17 años.


Pero una se va formando a los golpes. Y con todo descaro.


Así pasaron años y años y más años, encuentros y desencuentros con el Maestro. Indignaciones de mi parte al enterarme de que había comentado por ahí que mi primera novela era una novela pornográfica, años de tragar saliva hasta que me despabilé y supe que una de las definiciones de pornografía es “lo que atañe a la vida de las prostitutas” y entonces sí, Hay que sonreír que este año cumple temibles 50, es una novela pornográfica, si bien expresamente cándida.


Años también de alegrías festejando los retruécanos que el maestro repartía a troche y moche, siempre dejando traslucir su faz lúdica, su a veces punzante sentido del humor.


Y años más sólo frecuentando a Borges en la reiterada y siempre reveladora lectura de su obra, hasta cierto mediodía de primavera neoyorquina de 1985. Las marcas de ese día, imborrables para mí, se resumen en una imagen y una frase.


La imagen: dos figuras vestidas de blanco marfilino, nimbadas por la luz del sol.


La frase: “Isn’t it a pity?”.



Fue en un restaurante italiano del West Village neoyorquino, una especie de bodegón cuya único atractivo era un jardín al fondo más allá de las cocinas, con lindas mesas bajo los árboles. Estábamos allí almorzando con un amigo cuando contra la puerta de las cocinas se dibujaron esas dos figuras más que fantasmales, feéricas. ¡Borges y María Kodama!, me sorprendí. No puede ser. Pero eran. Y los invitamos a nuestra mesa y Borges contó que María tenía un olfato especial para los lugares y los temas más insólitos y maravillosos, que acababan de llegar, dichosos, de su viaje en globo sobre el valle de Napa en California, que se iban al día siguiente de regreso a Buenos Aires, y isn’t it a pity?. Así, en inglés en medio de la charla en nuestro idioma. Isn’t it a pity?, reiteró más de una vez, esto de tener que dejar New York… tras o cual corrí al teléfono, llamé al Instituto de Humanidades al que yo pertenecía, volví con una invitación para ambos el semestre siguiente. Lo que Borges quisiera. Por supuesto. Ya no era más, en absoluto, un escritor sólo para escritores. Era el escritor de todos.


Y volvió, Borges acompañado por María Kodama. Y yo tuve que pagar mi arranque siendo la interlocutora en su presentación multitudinaria en NYU, la Universidad de Nueva York, la misma que había tenido la osadía de contratarme como profesora.

No era nada sencillo sostener lo que Borges proponía en esos tiempos: armar la presentación con forma de entrevista, ya que se negaba a dar una conferencia de corrido. Hacerle preguntas públicas a Borges era casi suicida, bien lo sabía yo que había asistido a muchos sufrimientos ajenos. Imposible salir airosa ante esa mente lucidísima, de un brillo casi ultraterreno. Irónica por demás. Porque si una le hacía una pregunta tonta o sencilla, quedaba al descubierto. Y si la pregunta era compleja, o molesta, él le contestaría como me respondió a mí en aquella conferencia sobre La Metáfora. Ya un poco cansada del juego pero haciendo todo tipo de circunloquios a manera de disculpa, improvisando le pregunté si tenía en cuenta la simbología freudiana del falo cuando escribía sobre cuchillos y cuchilleros.


“Usted es una joven escritora moderna”, me contestó sin contestar, “y yo soy un pobre viejo ciego”.


Y ahí me dejó. Boqueando en el vacío.


Hasta la mañana siguiente, cuando desde el Village atravesábamos todo Manhattan en el coche del poeta Daniel Halpern para llegar a la Universidad de Columbia donde seguirán sus charlas y mis preguntas, pero sólo para estudiantes, menos mal.


Esa mañana Borges se giró levemente la cabeza y me enfrentó:


“ Usted anoche mencionó el falo…”


“ Sí, Borges, pero hablando de los cuchillos, como metáfora”, intenté disculparme. “Conozco una metáfora mejor”, me contestó; “El dedo de Dios”.


“¿No le parece un tanto pretenciosa?”, me asombré.


“Y sí”, reconoció Borges muy a su pesar. “Creo que es de Victor Hugo”.


En aquel memorable último viaje a Nueva York de Borges y María Kodama pasamos toda la semana juntos con él, y a lo largo de esos días y después de los encuentros matinales en la Universidad de Columbia, el supuestamente frágil Escritor de escritores pedía más: una vuelta por Central Park en mateo, escuchar jazz en algún sitio emblemático del Village. Todo mientras iba desgranando sus hilarantes aventura de viaje con María, al punto que propuse hacerle una nota al respecto para la revista Vogue norteamericana, que apareció en el número de marzo de 1986, poco antes de su fallecimiento en Suiza.


Dicha nota es un canto a la felicidad de esa pareja tan despareja y a la vez tan absolutamente solidaria y armoniosa que formaban María Kodama y Jorge Luis Borges.


“Estoy cerca de él desde hace más de veinte años. Si me piden que defina nuestra relación”, aclaró ella, aún no se habían casado, “diré que somos como compañeros de colegio, cómplices” .


Y Borges: “María no pudo hacerme mejor regalo que este gusto por los viajes. Hasta estamos pensando en ir a vivir al Japón. ¿No está mal, no, para un hombre que abordó su primer avión a los 50 años? Pero había un recién nacido que lloró todo el tiempo y le quitó la dimensión épica al vuelo”.


Acababa de aparecer Atlas, el libro de Borges con fotos de María, pero muchas anécdotas compartidas habían quedado en el tintero. Como la de la dama que le cantó a Borges sus milongas al oído:


“Qué raro”, contó él que le había comentado a María, “mientras ella cantaba yo sentía telarañas en la cara…” “Es que la señora era muy elegante”, rió María, “¡lo que usted sintió eran las largas plumas aigrettes de su sombrero!”


Y fue así como, dispuesta a hacerles la entrevista, compré un pequeño grabador y me dirigí al hotel Uptown donde estaban hospedados. Nos reunimos en la gran habitación del maestro, y mi imagen favorita es la de nosotros tres, Borges, María y yo, cómodamente instalados en la gigantesca cama mientras ellos desgraban sus insólitas historias de viajes y reíamos a carcajadas. Carcajadas discretas, sí, pero no menos felices. Pero esa es otra historia, para citar a uno de los autores favoritos del Maestro.



En revista Haroldo, 24 de julio de 2016
Foto: Jorge Luis Borges y Luisa Valenzuela en New York, 1969
Publicada en el sitio personal de Luisa Valenzuela

Fuente: Borges Todo el Año








La novela que Jorge Luis Borges nunca escribió

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Fedosy Santaella

Por esa ansia de exprimir a Jorge Luis Borges, nacido hace 118 años, hasta la última circunstancia, se le exige incluso en la muerte que revele en qué caja o en qué arcón, como diría un argentino, dejó olvidada su novela.
 

A Carlos Sandoval


Un poco de arqueología

Se sabe que Borges no se veía escribiendo novelas. Lo dijo en el prólogo de Ficciones que corresponde a El jardín de los senderos que se bifurcan: «Desvarío laborioso y empobrecedor el de componer vastos libros; el de explayar en quinientas páginas una idea cuya perfecta exposición oral cabe en pocos minutos» . En aquel mismo lugar también escribió: «Mejor procedimiento es simular que esos libros ya existen y ofrecer un resumen, un comentario». Es maravilloso esto, concuerda con la otra novela de Borges que descubrí. Porque como verás, lector, yo también me anoto en las filas de la urgencia por achacarle a Borges alguna novela.

En conversación con Lázaro Santana para la longeva revista Ínsula, Borges declaró tener la creencia de que en el cuento corto, «tal como ha sido practicado por Henry James, Kipling, Conrad y otros, puede caber todo lo que cabe en una novela». Un cuento, dice, puede estar tan cargado de las complejidades y las intenciones de la novela, cuya lectura, acota, puede llegar a convertirse más en una tarea que en una obligación. La sensación de plenitud sólo la da el cuento; esta es su convicción. La novela en cambio, dirá en otra oportunidad, siempre tiene algo de ripio. Dicha declaración la registró Modesto Montecchia en 1977 para su Reportaje a Borges. «Es decir, que para escribir un libro tan largo hay que introducir elementos ajenos a la misma». Allí Borges acometerá también, cosa que agradezco, contra Robbe Grillet: «Yo creo que una novela en la que el autor dedica tres páginas, por ejemplo, para describir lo que hay en una mesa, es un error». Cuenta que cuando conoció a Grillet, éste le confesó que había influido en su escritura. Borges, «con escasa cortesía», le respondió: «Caramba, no me descorazone».

En definitiva, Borges no se atrevía con la novela. «¿Por qué? Yo creo que por haraganería», le dirá a Antonio Nuñez en otro reportaje también para Ínsula. «El cuento me gusta, lo veo de golpe, y esto espolea mi actividad. Hay novelas espléndidas, no digo que no; pero la novela puede fabricarse. Un cuento o un poema, no».

En 1959 llegaría a la Argentina la primera edición en español de Lolita de Nabokov. La novela fue sacada de circulación por orden de la Municipalidad de la Ciudad de Buenos Aires. Hubo protestas, lecturas clandestinas. Bioy Casares anotaría en su diario el sábado 25 de julio de 1959: «Leemos las primeras páginas de Lolita de Nabokov». Aquel plural incluía a Borges, quien, señala también Casares, llegaría a decir que tenía miedo de leer ese libro porque habría de hacer mucho mal a un escritor al advertir que es imposible escribir de otro modo. No obstante, Borges se daría la vuelta en octubre de 1959 y en un artículo titulado «El caso Lolita» declaró lo siguiente: «No puedo intervenir con eficacia en esta polémica. No he leído el volumen de Nabokov y no pienso leerlo, ya que la longitud del género novelesco no coincide ni con la oscuridad de mis ojos ni con la brevedad de la vida humana».

Holgazanería, ceguera o brevedad de la vida mediante, Borges, contrario a lo que se podría creer, lo intentó. En una entrevista de 1945 para el primer número de la revista Latitud, responde que está escribiendo «una larga narración o novela breve, que se titulará El congreso y que conciliará (hoy no puedo ser más explícito) los hábitos de Whitman y los de Kafka». Treinta años después, en El libro de arena, aparecerá un cuento de treinta páginas bajo este título. Según el mismo Borges, no fue uno de sus más afortunados relatos.

También se ha hablado del manuscrito al que se le ha dado el título Los Rivero, pues no tiene identificación ni fecha, aunque se calcula que data de 1950. Fue encontrado por Julio Ortega en el Harry Ransom Center for the Humanities de la Universidad de Austin, y publicado en 2010 por Centro Editores, en colaboración con la Fundación Internacional Jorge Luis Borges.
Es un manuscrito de cuatro páginas donde, según Ortega, conocido investigador peruano de la Universidad de Brown, se asoma un posible argumento para una novela. Las cuatro páginas manuscritas con letra pequeñísima inician la presentación de los herederos de un tal coronel Rivero, héroe de la independencia latinoamericana que participó en guerra venezolana.

Al parecer, Borges abandonó este proyecto porque creyó que, precisamente, sería demasiado largo y terminaría siendo una novela.

En 1997 surgió una pequeña controversia en torno a un supuesto libro de Borges publicado con seudónimo. Se trata de la novela El enigma de la calle Arcos, cuyo autor es un tal Sauli Lostal. El enigma de la calle Arcos fue publicada a modo de folletín por el diario Crítica de Buenos Aires en 1932, y luego como libro por la editorial Am-Bass en 1933. Tal novela fue dar a manos del escritor Juan-Jacobo Bajarlía, quien aseguró que había sido escrita por Borges. No caeremos en los complicaciones de su argumentación, pero el asunto es que Barjalía buscó nombres de los personajes de la novela y los relacionó con nombres de la familia de Borges, y dijo además que la novela, por estar estrechamente relacionada con otra, El cuarto amarillo de Gastón Leroux, era sin duda de Borges, pues el escritor conocía ese libro desde niño. ¡Vaya argumento!

Otro escritor, Fernando Sorrentino, publicó una respuesta en el diario La Nación el 17 de agosto de 1997. Uno de sus contrargumentos es más que suficiente: Sorrentino arguye que la novela está pésimamente escrita. Veamos, por ejemplo, la descripción que se hace de un personaje de nombre Juan Carlos Galván: «El rubio opaco de su cabello espeso y naturalmente ondulado matizábanlo infinidades de níveos hilitos que intensificaban blancuras cerca de las sienes, su tez fresca y rosada como la de un mozalbete exaltaba juventud». ¡No se diga más, Borges jamás pudo haber escrito una cosa semejante!

Aníbal Jarkowski, por su parte, aventuró que Otras inquisiciones, compendio de breves y magistrales ensayos, fue esa novela que Borges nunca escribió, una especie de novela-ensayo en primera persona.
Con todo respeto, esto es hilar demasiado fino. Pero en fin, ya me he extendido demasiado y finalmente voy a lo que iba.

El hallazgo

Me encontraba haciendo una relectura de ciertos autores latinoamericanos en la ya clásica antología El cuento hispoanoamericano de Seymour Menton publicada por el Fondo de Cultura Económica, cuando di con una pequeña información que llamó poderosamente mi atención.
El norteamericano Seymour Menton (1927-2014), quepa decir, fue uno de los primeros especialistas en darle énfasis a la narrativa de nuestro continente, cosa que no se le hizo fácil, pues a principios del siglo XX todavía existían prejuicios en torno a la literatura hecha por estos lados. Se le daba entonces mayor importancia a la literatura escrita en España, y se consideraba la nuestra como retrasada, incluso hubo quien dijo que no era literatura. Menton, a finales de la década de los 40, comenzó a mostrar otra cara del hacer narrativo latinoamericano, y abrió un camino importante en Norteamérica para la lectura y el estudio de nuestras letras.
De modo que si uno se planta frente a una edición de El cuento hispanoamericano, debe tomarse su contenido muy en serio, considerar que los cuentos allí recopilados son fundamentales y que las notas de Menton sobre los momentos históricos, los autores y los cuentos son altamente confiables.
Con todo esto por delante, llego a la nota biográfica de Borges y me consigo allí con aquel dato insólito. Presentada la información de rigor que uno asume sin quebrantos (lugar y fecha de nacimiento, estudios, libros publicados, etc.), me encontré con dos líneas —tan sólo dos líneas— que me abrieron las puertas de otra dimensión. Allí, luego de un punto y seguido, el texto dice que Borges, «a los 85 años, publicó en 1984, su primera novela, El nombre».
Volví a releer, lo medité, lo pensé. Sí, siempre se ha hablado de la novela que Borges nunca escribió, pero acá Seymour Menton, el mismísimo Seymour Menton, en una tercera edición corregida y aumentada de su obra magistral, dice que Borges publicó una novela que se llama El nombre.
¿Qué hice? Pues corrí a Internet a buscar más información, indagué en los libros que tengo en mi biblioteca, hasta le escribí al dilecto profesor e investigador de literatura Carlos Sandoval. Pero nada, en mis libros nada, en Internet nada. Sandoval a poco me respondió: tampoco nada. No sabía, lo agarré desprevenido, no tenía idea de que Borges hubiese publicado una novela. Me escribió que incluso había revisado en una reedición reciente de El cuento hispanoamericano. El resultado: el dato no estaba, aquellas dos líneas habían desaparecido, habían sido borradas de la historia.

Me sentí como si participara de un terrible secreto, como si se me hubiese manifestado un dato clave en la historia universal de la infamia, tal como si alguien hubiese cometido un asesinato del que nunca nadie supo. Me dije entonces que no dejaría pasar la jugarreta, que los borrones del tiempo no me vencerían y, prontamente, le tomé una foto a la página en cuestión (es la 327) y se la mandé a Sandoval por correo. Allí está, allí lo dice Seymour Menton y, para colmo, en una edición «corregida y aumentada» de 1986. Es decir, Menton había revisado esa nota biográfica de Borges y había agregado aquel dato a tan sólo dos años de la supuesta publicación de la novela. El apunte era tan cercano en el tiempo, que resultaba aún más increíble pensar en un error. Debía creerlo: Borges sí había escrito esa novela, sí la había publicado. Volví a buscar, investigué sobre las improbables novelas de Borges, pero en relación a El nombre, nada. En ninguna parte se nombra a El nombre. Estamos, querido lector, ante otra novela de Borges que jamás existió.

Las palabras y las cosas

Con frecuencia le decimos a nuestros alumnos que tengan cuidado con Wikipedia, porque suele decir cosas que no son. Te invito a ir, lector, a la entrada que corresponde a Jorge Luis Borges en Wikipedia. Entre sus obras no encontrarás El nombre.

Creemos, en cambio, que en los libros está la autoridad, y también se lo decimos a los alumnos. Vayan al libro de mister Menton, allí hallarán la verdad. La voz de la autoridad prevalece, pero podemos pecar de falacia. Argumentum ad verecundiam, o como también se lo conoce, magister dixit. Recordemos: para santo Tomás, lo que decía Aristóteles en sus libros no tenía discusión. Borges, muchas veces, jugó con esa creencia, con la autoridad de los libros.

Alan Pauls, en El factor Borges, escribe que ha consagrado años, décadas enteras a pensar en la erudición de Borges, más aún, a darla por sentada, para terminar descubriendo que esa mentada erudición borgeana es otra cosa —y la itálica es de Pauls.

Borges juega con esa alta cultura, la parodia para que muchos, tomándolo en serio, caigan hechizados. Sus referencias a la Enciclopaedia Britannica, dice Pauls, no son más que eso, precisamente, cultura de enciclopedia. Borges ironiza sobre sus conocimientos, dice que es un hombre semiinstruido, y en esa ironía, Pauls encuentra pedantería aristocrática, una pose de poder, pero sobre todo, el regusto de la satisfacción que «experimenta un estafador cuando comprueba la eficacia de su estafa». Esa cultura de enciclopedia, dice Pauls, es una cultura resumida, de referencia y ahorro, cultura de la parte por el todo, una cultura cómoda dentro de los límites de un concepto Reader’s Digest. Por cierto, alguna vez en radio escuché decir al gran Pedro León Zapata que toda su cultura provenía de Selecciones.

Sí, damos gran poder a la voz de la autoridad, pero también damos gran poder a la letra impresa. De allí quizás que todavía mucho autor tenga sus reparos a publicar y a vender sus libros en formato digital. No obstante, por encima del poder de la autoridad y de la letra impresa, está el poder propio de la palabra.
Foucault, en Las palabras y las cosas, habla de esa relación entre la escritura y el mundo. Al hablar del siglo XVI dice que en ese entonces el lenguaje no era un sistema arbitrario (convencional, de acuerdo entre los hombres), sino que estaba depositado en el mundo y formaba parte de él. Las cosas ocultaban y manifestaban su enigma en un lenguaje, y las palabras se proponían como cosas que había que descifrar. «El lenguaje forma parte de la gran distribución de similitudes y signaturas. En consecuencia, debe ser estudiado, él también, como una cosa natural». El lenguaje era visto en una relación natural con las cosas. En este pensamiento las palabras no son producto de un acuerdo entre hombres para decir que aquello es un árbol (¿qué similitud hay entre un árbol real y la palabra árbol?), sino de una relación esencial entre el lenguaje y las cosas.

Esto no es exclusivo del siglo XVI. Ya Platón, en el Crátilo, discute al respecto. Dice allí que hay nombres bien puestos, que tienen una relación natural entre las palabras y las cosas, y nombres no tan bien puestos, que vienen dados por la convención (el acuerdo social, que es la lengua, el idioma). Es decir, acá tenemos un enlace íntimo entre el mundo y el lenguaje donde el lenguaje es equivalente al mundo. El lenguaje en este pensamiento es verdad absoluta, porque es la cosa misma, el mundo mismo. Todavía hoy tenemos rezagos de eso. En el vudú, usted toma las uñas y el cabello de una persona, lo mezcla con cera de vela y le pone el nombre de alguien y ese muñeco es ese alguien a quien usted quiere dañar. ¿Por qué? Porque ha tomado pelos y uñas de esa persona pero también su nombre, que es su esencia. Cuando leemos en Twitter que alguien famoso muere, muchos comienzan a correr la voz, entiéndase, a retuitear. ¿Por qué? Porque creen que lo que dice Twitter es cierto, porque creen que Twitter es la realidad. Tal es el poder de la palabra, que en ocasiones no la usamos para referir a la realidad, sino para pensarla como la realidad misma.
Borges lúdico

De allí que resulte maravilloso, hablando de palabra, lenguaje y realidad, que una novela que nunca existió se llame El nombre. Una novela que se llama El nombre no tiene nombre porque se le nombra haciendo referencia a un nombre que no está explicitado, y que suponemos vamos a encontrar dentro del libro. Pero ese libro no existe, al igual que no existen ya, en ediciones posteriores, las dos líneas que lo refieren, como si Borges, quien gustaba hablar de libros que no existen hubiese, jugado con el erudito que escribió esas líneas.

Me pregunto cómo habrá llegado aquel dato al bueno de Menton. ¿Quién se lo facilitó o dónde lo leyó? Me ha dado por imaginar que fue el mismo Borges en persona o por carta quien le pasó la noticia. En la primera nota de Ficciones de la que ya hablamos, Borges insiste sobre los libros imaginarios: «Más razonable, más inepto, más haragán, he preferido la escritura de notas sobre libros imaginarios».

Como si Borges le hubiese hecho una jugarreta al célebre investigador, una novela nunca escrita aparece allí al final de su nota biográfica en un libro académico que es insoslayable referente para las letras latinoamericanas. Dos líneas, apenas dos líneas de ficción en un compendio cultural académico que contribuyen, así como de pasada, a aumentar el universo imaginario de Borges.

Es fascinante, simplemente fascinante pensar que Borges sigue escribiendo e inventando libros en la imaginación de todos aquellos que han buscado su novela inexistente en todas partes y, al mismo tiempo, en ninguna.

Fuente: El Estimulo

V.S. Naipaul: Comprendiendo a Borges

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Borges, hablando de la fama de los escritores, dijo: «Lo importante es la imagen que creas de ti mismo en las mentes ajenas. Mucha gente considera a Burns como un poeta mediocre. Pero él representa muchas cosas y gusta a la gente. Esa imagen —al igual que sucede con Byron— puede llegar a ser más importante que la obra.»

Borges es un gran escritor, un poeta dulce y melancólico, y las personas que saben español lo veneran como creador de una prosa directa, nada retórica. Pero la reputación que tiene entre los angloamericanos, la de ser un argentino ciego y anciano, autor de muy pocas, muy cortas y muy misteriosas historias, es tan hinchada y falsa que oculta su grandeza. Posiblemente le haya costado el Premio Nobel; y es muy posible que cuando esa falsa reputación decaiga, cosa que sucederá inevitablemente, desaparezca también su obra, que es buena.

Lo irónico del asunto es que Borges, en lo mejor de su obra, no es misterioso ni difícil. Su poesía es accesible; en gran parte es hasta romántica. Sus temas vienen siendo los mismos desde hace cincuenta años: sus antepasados militares, sus muertes en combate, la muerte misma, el tiempo y el viejo Buenos Aires. Y hay cerca de una docena de historias muy logradas. Dos o tres de ellas son pura y simplemente historias de detectives, anticuadas incluso (una fue publicada en la Ellery Queen's Mystery Magazine). Algunas tratan, de modo muy cinematográfico, del hampa bonaerense de principios de siglo. A los gángsters se les da una estatura épica; ascienden, son desafiados y a veces huyen.

Las otras historias —las que han vuelto locos a los críticos— vienen a ser chistes intelectuales. Borges toma una palabra como «inmortal» y juega con ella. Supongamos, dice, que los hombres fueran realmente inmortales. No sólo hombres que hubiesen envejecido y no murieran, sino hombres indestructibles, vigorosos, que sobrevivieran eternamente. ¿Cuál sería el resultado? Su respuesta —que en su historia— es que en algún momento cada una de las experiencias concebibles caería sobre cada hombre, que cada hombre, en un momento u otro, asumiría cada carácter concebible y que Homero (el héroe disfrazado de esta historia concreta) incluso podría, en el siglo XVIII, olvidarse de haber escrito la Odisea. O tomemos la palabra «inolvidable». Supongamos algo que fuese verdaderamente inolvidable y que no pudiera olvidarse ni por un segundo; supongamos que esta cosa, al igual que una moneda, cayera en tu poder. Ampliemos la idea. Supongamos que hubiese un hombre —pero no, tiene que ser un muchacho que no pudiera olvidar nada, cuya memoria, por consiguiente, se hinchase como un globo con todos los detalles inolvidables de cada minuto de su vida.

Éstos son algunos de los juegos intelectuales de Borges. Y quizás su obra en prosa más lograda, que es también la más corta, sea un puro chiste. Se titula «Del rigor en la ciencia» y figura que se trata de un extracto de un libro de viajes del siglo XVII.

«... En aquel Imperio, el Arte de la Cartografía logró tal Perfección que el mapa de una sola Provincia ocupaba toda una Ciudad, y el mapa del imperio, toda una Provincia. Con el tiempo, esos Mapas Desmesurados no satisficieron y los Colegios de Cartógrafos levantaron un Mapa del Imperio, que tenía el tamaño del Imperio y coincidía puntualmente con él. Menos Adictas al Estudio de la Cartografía, las Generaciones Siguientes entendieron que ese dilatado Mapa era inútil y no sin Impiedad lo entregaron a las Inclemencias del Sol y de los Inviernos. En los desiertos del Oeste perduran despedazadas Ruinas del Mapa, habitadas por Animales y por Mendigos; en todo el País no hay otra reliquia de las Disciplinas Geográficas.”

Esto es absurdo y perfecto: la parodia exacta, la idea grotesca. El rompecabezas y los chistes de Borges pueden crear adicción. Pero hay que tomarlos como lo que son; no siempre justifican las interpretaciones metafísicas que se hace de ellos. Es mucho, sin embargo, lo que atrae al crítico académico. Algunas de las bromas de Borges exigen un despliegue exagerado de erudición curiosa y a veces desaparecen debajo de ella. Y existe el lenguaje, en ocasiones barroco, de las primeras historias.

Las ruinas circulares —una historia rebuscada, casi de ciencia ficción, que trata de un soñador que descubre que él mismo existe solamente en el sueño de otra persona— empieza: «Nadie lo vio desembarcar en la unánime noche.» Norman Thomas di Giovanni, que durante los últimos cuatro años no ha hecho otra cosa que traducir a Borges, y que ha contribuido más que cualquier otra persona a difundir la obra de Borges en el mundo de habla inglesa, dice:

«Puedes imaginarte lo mucho que se ha escrito acerca de ese «unánime». Acudí a Borges con dos traducciones de dicha palabra: «surrounding» (circundante) y «encompassing» (que abarca). Y le dije: «Borges, ¿qué quería decir en realidad con eso de la noche unánime? Eso no significa nada. Si hay una noche unánime, ¿por qué? O hay una noche que bebe té, o una noche que juega a las cartas?» Y su respuesta me dejó atónito. Dijo: «Di Giovanni, eso no es más que un ejemplo del modo irresponsable en que solía escribir.» Utilizamos «encompassing» en la traducción. Pero a muchos profesores no les gustó perder su noche unánime ...

Una mujer tenía que escribir un ensayo sobre Borges para un libro. No sabía español y basaba su ensayo en dos traducciones inglesas bastante mediocres. Un ensayo largo, de unas cuarenta páginas. Y uno de sus puntos cruciales era que Borges escribía una prosa muy latinizada. Tuve que señalarle que Borges no podía evitar el escribir una prosa latinizada, porque escribía en español y el español es un dialecto del latín. La mujer no consultó con nadie cuando ponía los cimientos. Al final grita «¡Socorro!» y corres hacia ella y ves este rascacielos enorme hundiéndose en la arena movediza.

En 1969, Di Giovanni acompañó a Borges en una gira de conferencias por los Estados Unidos. Borges es un caballero. Cuando la gente se le acerca y le dice lo que significan realmente sus narraciones —después de todo, él sólo las escribió— les da la contestación más maravillosa que jamás se ha oído. «¡Ah, gracias! Usted ha enriquecido mi narración. Me ha hecho un regalo magnífico. He venido de Buenos Aires a X —Lubbock, Texas, por ejemplo— para averiguar esta verdad sobre mí mismo y sobre mi relato.”

Durante muchos años, Borges ha gozado de una gran reputación en el mundo de habla hispana. Pero en un ensayo autobiográfico, que apareció en forma de «Profile» (perfil) en el New Yorker, en 1970, dice que hasta que ganó el Premio Formentor en 1961 —tenía entonces sesenta y dos años— era «prácticamente invisible, no sólo en el extranjero, sino también en mi tierra, en Buenos Aires». Es ésta la clase de exageración que consterna a algunos de sus primeros seguidores argentinos; y algunos de ellos llegaron a decir que su «irresponsabilidad» ha crecido con su fama. Pero Borges siempre ha sido irresponsable. Buenos Aires es una ciudad pequeña; y lo que tal vez era inofensivo cuando Borges pertenecía solamente a esta ciudad pequeña se vuelve menos inofensivo cuando los extranjeros hacen cola para entrevistarlo. Hubo un tiempo, sin duda, en que la celebración por Borges de sus antepasados militares y de sus muertes en combate halagaba a toda la sociedad, dándole un sentido del pasado y de plenitud. Ahora parece excluir, proclamar una grandeza privada; y para muchos es sólo egoísta y presuntuosa. No es fácil ser famoso en una ciudad pequeña.

Borges concede numerosas entrevistas. y cada una de ellas se parece a todas las demás. Diríase que Borges hace que las preguntas sean irrelevantes; pasa sus discos, como dijo una señora argentina; representa su papel. Dice que la lengua española es su «perdición». Critica a España y a los españoles: sigue librando aquella guerra colonial, en la cual, no obstante, las viejas cuestiones se confunden con un prejuicio más sencillo, el que sienten los argentinos contra los inmigrantes pobres y atrasados que llegan del norte de España. Hace chistes obvios y de mal gusto a costa de los indios de la pampa. De mal gusto porque sólo veinte años antes de que Borges naciera estos indios eran exterminados sistemáticamente; y, pese a ello, obvios, porque las matanzas a semejante escala resultan aceptables solamente si se ridiculiza a las víctimas. Habla de Chesterton, Stevenson y Kipling. Habla del inglés antiguo con todo el entusiasmo de un hombre que ha elegido un tema académico por sí mismo. Habla de sus antepasados ingleses.

Es una interpretación curiosamente colonial. Su pasado argentino forma parte de su distinción; lo ofrece como tal; y es, después de todo, un patriota. Honra a la bandera, un ejemplar de la cual ondea en el balcón de su despacho de la Biblioteca Nacional (él es el director). Y le emociona el himno de su país. Mas, al mismo tiempo, parece ansioso de proclamar su distanciamiento de la Argentina. Cabría pensar que la representación está dedicada al nuevo público que Borges ha encontrado en las universidades angloamericanas, un público al que halaga de tantas maneras. Pero las actitudes son viejas.

En Buenos Aires todavía se recuerda que en 1955, escasos días después de la caída de Perón y la finalización de los nueve años de dictadura, Borges dio una conferencia sobre Coleridge —nada menos que Coleridge— a las damas de la Asociación Cultural Inglesa. Algunos de los versos de Coleridge, dijo Borges, se encontraban entre lo mejor de la poesía inglesa, «es decir, la poesía». Y esas cuatro palabras, en un momento de júbilo nacional, fueron como una agresión gratuita al alma argentina.

Norman di Giovanni cuenta una historia que restablece el equilibrio. En diciembre de 1969 nos encontrábamos en la Georgetown University de Washington, D.C. El hombre encargado de la presentación era un argentino de Tucumán y aprovechó la oportunidad para decirle al público que la represión militar había cerrado la universidad de Tucumán. Borges olvidó por completo lo que había dicho aquel hombre hasta que nos encontramos camino del aeropuerto. Entonces alguien empezó a hablar del asunto y de pronto Borges se enfadó mucho. «¿Oyó lo que dijo aquel hombre? Que habían cerrado la universidad de Tucumán.» Le pregunté por qué estaba enfadado y me dijo: «Ese hombre estaba atacando a mi país. No se puede hablar así de mi país.» Le dije: «Borges, ¿qué quiere decir con eso de «ese hombre»? Ese hombre es argentino. Y procede de Tucumán. Y lo que dice es verdad. Los militares han cerrado la universidad.»

Borges es de estatura mediana. Sus ojos casi ciegos y su bastón contribuyen a aumentar su apariencia distinguida. Viste cuidadosamente. Dice que es un escritor de clase media; y un escritor de clase media no debe ser un «dandy», ni vestir con una despreocupación demasiado afectada. Es cortés: opina, al igual que sir Thomas Browne, que un caballero es alguien que procura causar las menores molestias posibles. «Pero eso debería buscarlo en Religio Medici.» Podría parecer, pues, que en su accesibilidad, en su buena disposición a conceder largas entrevistas que son repetición de las anteriores, Borges combina el ideal de modestia propio de la clase media y los modales del caballero con la intimidad del escritor, la necesidad que tiene el escritor de reservarse para su trabajo.

Hay indicios de esta intimidad (en la accesibilidad) en la forma en que le gusta que se dirijan a él. Quizás no pasen de media docena las personas que tienen el privilegio de llamarle por su nombre de pila, Jorge, convirtiéndolo en «Georgie». Para todos los demás le gusta ser simplemente «Borges» sin el señor, palabra que él considera española y pomposa. «Borges» es, por supuesto, distanciador.

Y ni siquiera las cincuenta páginas de su Ensayo Autobiográfico violan su intimidad. El ensayo es como otra entrevista. Cuenta pocas cosas nuevas. Su nacimiento en Buenos Aires en 1899, hijo de un abogado; sus antepasados militares; los siete años que la familia paso en Europa de 1914 a 1921 (cuando el peso era valioso y Europa era más barata que Buenos Aires): vuelve a contar todo esto en líneas generales, como en una entrevista. y el ensayo no tarda en transformarse en la simple crónica de la vida profesional de un escritor, de los libros que leyó y de los libros que escribió, los grupos literarios de los que fue miembro y las revistas que fundó. La vida brilla por su ausencia. Apenas dice nada sobre la crisis que debió de sufrir en los inicios de su madurez cuando —perdido el dinero de la familia— hacía toda clase de periodismo; cuando murió su padre y él mismo enfermo gravemente y «temió por [su] integridad mental»; cuando trabajaba como ayudante en una biblioteca municipal y era muy conocido como escritor fuera de la biblioteca y desconocido dentro de ella. «Recuerdo que una vez un compañero de trabajo vio en una enciclopedia el nombre de un tal Jorge Luis Borges y le llamo la atención la coincidencia de que nuestros nombres y fechas de nacimiento fuesen idénticos.»

«Nueve años de sólida infelicidad», dice; pero sólo dedica cuatro páginas al período ... La intimidad de Borges empieza a parecer inabordable.

Un dios me ha concedido
lo que es dado saber a los mortales.
Por todo el continente anda mi nombre;
no he vivido.
Quisiera ser otro hombre.

Éste es Borges hablando de Emerson; pero podría ser Borges refiriéndose a Borges. La vida, en el Ensayo Autobiográfico, realmente brilla por su ausencia. De manera que todo lo que es importante en el hombre hay que buscarlo en la obra.

Al hombre hay que buscarlo en la obra, que, en el caso de Borges, es esencialmente la poesía. Y todos los temas que ha explorado en el transcurso de una larga vida se encuentran, como él mismo dice, en su primer libro de poemas, publicado en 1923, un libro que se imprimió en cinco días, trescientos ejemplares, y se distribuyó gratuitamente:

Cuando tú mismo eres la continuación realizada
de quienes no alcanzaron tu tiempo
y otros serán (y son) tu inmortalidad en la tierra

Aquí está el antepasado militar muriendo en combate. Aquí, ya, a la edad de veinticuatro años, la contemplación de la gloria se transforma en la meditación sobre la muerte y el tiempo. En algún momento de aquella época, la vida se detuvo y todo lo posterior ha sido literatura: una preocupación por las palabras, un intento sin fin de conservar, y no traicionar, las emociones de aquel pasado tan particular.

Soy, pero soy también el otro, el muerto,
el otro de mi sangre y de mi nombre.

Así dice un poema que escribió cuarenta y tres años después de aquel primer libro. Desde que escribiera dicho libro, nada, exceptuando quizás el descubrimiento de la antigua poesía inglesa, ha proporcionado a Borges material para tan intensa meditación. Ni siquiera los amargos años del régimen de Perón, cuando fue «ascendido», sacándole de la biblioteca, al cargo de inspector de pollos y conejos en los mercados» y él dimitió. Tampoco su breve, infeliz matrimonio a una edad avanzada, que una vez fue tema de artículos de revista y sigue asiéndolo de chismorreos en Buenos Aires. Tampoco la compañía continuada de su madre, que actualmente cuenta noventa y seis años.

«En 1910, año del centenario de la República Argentina, creíamos Argentina era un país honorable y no nos cabía ninguna duda de que las naciones acudirían en tropel. Ahora el país se encuentra en mal estado. Nos vemos amenazados por el retorno del hombre horrible.» Así es como Borges se refiere a Perón: prefiere no utilizar el nombre. "Recibo numerosas amenazas personales. Incluso mi madre. La llamaron por teléfono a altas horas de la noche —las dos o las tres— y alguien le dijo con una voz muy bronca, la clase de voz que hace pensar en un peronista. «Tengo que matarlos, a usted y a su hijo.» Mi madre dijo: «¿por qué?» «Porque soy peronista.» Mi madre dijo: «En lo que concierne a mi hijo, sólo tiene setenta años y está prácticamente ciego. Pero en mi caso debería aconsejarle que no malgaste el tiempo porque tengo noventa y cinco años y puedo morirme en sus manos antes de que consiga matarme.» Por la mañana le dije a mi madre que me había parecido oír el teléfono durante la noche. «¿Lo he soñado?» Ella dijo: «Sólo era algún imbécil.» No es sólo ingeniosa. Sino también valiente ... no veo qué puedo hacer al respecto ... la situación política. Pero creo que debería hacer lo que pueda, teniendo militares en la familia."

El primer libro de poemas de Borges se tituló Fervor de Buenos Aires. En el mismo, en su prefacio*, decía que intentaba celebrar de un modo especial la ciudad nueva y en expansión. «Semejante a los latinos, que al atravesar un soto murmuraban: «Numen inest» —aquí se oculta la Divinidad—, de que habla mi verso para declarar el asombro de las calles endiosadas por la esperanza o el recuerdo...»

Pero Borges no ha santificado a Buenos Aires. La ciudad que ve el visitante no es la ciudad de los poemas, como sigue siéndolo Simla (tan nueva y artificial como Buenos Aires), la ciudad de las historias de Kipling, después de todos estos años. Kipling observaba con atención una ciudad real. El Buenos Aires de Borges es privado, una ciudad de la imaginación. Y ahora la ciudad misma está en decadencia. En el Barrio Sur del propio Borges sobreviven algunos edificios antiguos, con sus poderosas puertas principales y sus patios que van retrocediendo, cada uno con un embaldosado distinto. Pero es más frecuente que los patios interiores estén cegados; y muchos de los viejos edificios han sido derribados. La elegancia, si es que en esta ciudad de inmigrantes plebeyos la elegancia existió realmente alguna vez fuera de la visión de los arquitectos expatriados, se ha esfumado; ahora sólo hay desorden.

La bandera argentina, azul y blanca, que cuelga sobre la calle de México desde el balcón del despacho de Borges en la Biblioteca Nacional aparece sucia de polvo y humos. Y echemos un vistazo a este edificio, quizá el mejor de la zona, que fue utilizado como hospital y cárcel en tiempos del dictador gángster Rosas, hace más de ciento veinte años. Todavía hay belleza en la pared coronada por púas, las altas verjas de hierro, las enormes puertas de madera. Pero, en el interior, las paredes están desconchadas; las ventanas que dan al patio central tienen los cristales rotos; adentrándose, pasando de patio en patio, vemos ropa tendida en un corredor, los peldaños están rotos y una escalera metálica de caracol aparece bloqueada por trastos inservibles. Ésta es una oficina del gobierno, un departamento del Ministerio de Trabajo: nos habla de una administración agarrotada, de una ciudad que se muere, de un país que no ha funcionado realmente.

En todas partes se ven paredes con lemas violentos; los guerrilleros operan en las calles; cae el peso; la ciudad está llena de odio. El lema con malas pulgas se repite: Rosas vuelve. El país espera un nuevo terror.

Numen inest, aquí se oculta la Divinidad*: el ensalmo del poeta no ha dado resultado. Los antepasados militares murieron en combate, pero aquellas batallas insignificantes y aquellas muertes inútiles no han conducido a nada. Sólo en la poesía de Borges habitan esos héroes en «un universo épico, sentados altos en la silla»: «alto... en su épico universo» y ésta es su gran creación: la Argentina como tierra sencilla y mítica, un mundo épico completo, de «repúblicas, caballería y mañanas»: «las repúblicas, los caballos y las mañanas», de batallas libradas, la patria establecida, la gran ciudad creada y las «calles con nombres que se repiten desde el pasado de mi sangre».

Ésa es la visión del arte. Y, sin embargo, desde esta mítica Argentina de su creación, Borges alarga la mano, a través de su abuela inglesa, a sus antepasados ingleses y, a través de ellos, a su lenguaje «en su aurora», «La gente me dice que ahora parezco inglés. Cuando era joven no parecía inglés. Era más moreno. No me sentía inglés. Ni pizca. Quizá el sentirme inglés vino a mí a través de la lectura.» Y aunque Borges no lo reconoce, un tema que se repite en sus historias más recientes es el de los nórdicos que degeneran en un desolado paisaje argentino. Los Guthries escoceses se convierten en Gutres mestizos y ya ni siquiera conocen la Biblia; una muchacha inglesa se transforma en una india salvaje; hombres que se llaman Nilsen se olvidan de sus orígenes y viven como animales de acuerdo con el bestial código sexual del macho putañero.

En nuestra primera entrevista, Borges dijo: «No escribo sobre degenerados». Pero en otra ocasión afirmó: «El país fue enriquecido por hombres que pensaban esencialmente en Europa y los Estados Unidos. Sólo la gente civilizada. Los gauchos eran muy ingenuos. Bárbaros». Cuando hablamos de la historia argentina, dijo: «Hay una pauta. No es una pauta obvia. Yo mismo no puedo ver el bosque por culpa de los árboles». Y más adelante agregó: «Aquellas guerras civiles ahora no tienen sentido».

Quizá, pues, paralelamente a la visión del arte, se haya desarrollado, en Borges, una visión subsidiaria, por muy poco que la reconozca, de la realidad. Y ahora, en todo caso, el mundo real ya no puede negarse.

A mediados de mayo, Borges fue a pasar unos cuantos días en Montevideo, en el Uruguay. Montevideo fue una de las ciudades de su infancia, una ciudad de «largas, perezosas vacaciones». Pero ahora el Uruguay, el más culto de los países sudamericanos, era, citando las palabras de un argentino, «la caricatura de un país», en bancarrota, al igual que la Argentina, después de la riqueza de que disfrutara durante la guerra, y despedazándose. Montevideo era una ciudad en guerra; guerrilleros y soldados luchaban en las calles. Un día, durante la estancia de Borges, cuatro soldados fueron muertos a tiros.

Vi a Borges cuando regresó. Una muchacha bonita le ayudó a bajar las escalinatas de la Universidad Católica. Parecía más frágil; las manos le temblaban con mayor facilidad. Había perdido el vigor que mostraba durante las entrevistas. Venía lleno del desastre de Montevideo, disgustado. Montevideo era otra cosa que había perdido. En un poema las «mañanas en Montevideo» se encuentran entre las cosas por las cuales da las gracias «al divino laberinto de causas y efectos». Ahora Montevideo, al igual que Buenos Aires, al igual que la Argentina era agradable sólo en su recuerdo, y en su arte.


Texto extraído del libro El Retorno de Eva Perón y Otras Crónicas de V.S. Naipaul, Seix Barral, 1983.
A su vez basado en un artículo titulado “Comprehending Borges” que Naipaul publicó en el New York Review of Books, edición del 19 de octubre de 1972.
Aporte para el blog de Yonah Kranz

* Nota P. Damiano: [En "A quien leyere", prólogo a la edición facsimilar de Fervor de Buenos Aires, Buenos Aires, Alberto Casares, 1993, eliminado por Borges en las ediciones posteriores a la inicial de 1923. Referencia en nota 83 de Textos recobrados 1919-1929

Fuente: Borges Todo el Año


Alberto Manguel: «Las grandes librerías del mundo son librerías pequeñas»

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por Jorge Carrión           


En su despacho de director de la Biblioteca Nacional de Argentina destacan un póster del séptimo centenario de Dante y un busto del poeta italiano, una fotografía de Jorge Luis Borges, una gran bandera albiceleste y un pequeño dinosaurio de plástico verde. «Me lo regaló mi hijo», me cuenta el escritor argentino-canadiense, bibliófilo, nómada cultural, profesor, traductor, editor, ensayista y novelista, antólogo, crítico, polígrafo multilingüe, gestor cultural y, sobre todo, lector Alberto Manguel, setenta años que crean estratos sucesivos a través de las gafas en sus ojos muy claros, «porque se llama Albertosaurus y encontraron su esqueleto en la provincia canadiense de Alberta». Después se sienta en una gran butaca, me ofrece la otra y comenzamos a hablar.

Estamos en una institución que todo el mundo vincula con Borges. ¿Cómo le está ayudando su experiencia como director de la Biblioteca Nacional para entender mejor al maestro?

Son dos hechos que solo se relacionan en esa constelación universal donde todo está relacionado. Borges fue director simbólico de la biblioteca, un director universal, un bibliotecario universal, que representó no a la Biblioteca Nacional de Argentina, sino la Biblioteca en todos sus aspectos. Ahora bien, la Biblioteca Nacional de Argentina, como una institución de piedra y hierro, de papel y de tinta, implica obligaciones, necesidades y funciones extraliterarias. Borges fue el símbolo de lo literario, y la literatura se divide en un antes y un después de Borges y Borges. No se puede escribir en castellano ni tampoco se puede escribir en cualquier otra lengua sin sentir, consciente o inconscientemente, la presencia de Borges. Textos como «Pierre Menard…» cambian para siempre la noción de lo que significa escribir y leer. Mi misión se encuentra en otro campo, completamente distinto, que es el de la pura administración. Yo he abandonado mi carrera de escritor y, hasta cierto punto, de lector, asumiendo este puesto de director de la Biblioteca Nacional a fines de 2015; y me he convertido en la persona encargada de eliminar obstáculos al trabajo de las otras ochocientas y pico personas que trabajan aquí. ¿Conoce usted un ballet de una gran coreógrafa  alemana, Pina Bausch, que se llama Café Müller? ¿Recuerda que se trata de una mujer que baila y otro personaje le quita las sillas del camino para que no se tropiece? Pues yo soy esa persona.

En Con Borges, su libro de recuerdos, vincula el trabajo de Borges como bibliotecario con el suyo como librero, porque él pasaba por la librería donde usted trabajaba después de salir de la sede anterior de esta misma biblioteca. Además de conocer a Borges, ¿qué más le aportó aquella primera experiencia como joven librero?

Yo trabajaba en la librería Pigmalion, donde vendíamos libros en inglés y alemán, a la edad de quince, dieciséis, diecisiete años. Iba al colegio por las tardes. Y Borges venía a comprar sus libros ahí, y un día me pidió que fuera a su casa a leerle, como a tantas otras personas. Yo ya sabía que quería vivir entre libros, sabía que el mundo me era revelado a través de los libros y que luego el mundo confirmaba o daba una versión imperfecta de lo que los libros me habían revelado. Lo que hizo Borges fue darme dos enseñanzas fundamentales. La primera es que no me preocupase por las expectativas del mundo de los adultos, que querían que fuese médico, ingeniero o abogado —vengo de una familia de abogados—, y que aceptase mi destino entre los libros. La segunda se refiere a la escritura. Borges quería que le leyese unos cuentos que le parecían casi perfectos, sobre todo de Kipling, pero también de Chesterton y Stevenson, porque quería revisitarlos antes de ponerse a escribir de nuevo cuentos. Él dejó de escribir cuando se quedó ciego, y diez años después, a mediados de los años sesenta, quiso volver a escribir. Quería ver cómo estaban fabricados. Recordemos que para Borges hay una palabra importante, el vocablo con el cual los anglosajones nombraban al poeta, el hacedor, the maker. Para Borges la escritura era un trabajo manual, de ingeniería, entonces él anatomizaba el texto, paraba mi lectura después de una frase o dos para observar cómo se combinaban las palabras, qué palabras habían sido elegidas, qué tiempo verbal se usaba, cómo se reflejaba una frase en la otra. Esa segunda enseñanza, una enseñanza relacionada con la escritura, fue que para escribir hay que conocer el arte. Los ingleses tienen la palabra craft, la artesanía de un texto. Hasta entonces yo había pensado que la literatura era emocional, filosófica, aventurera. Borges me enseñó a preocuparme por cómo ese texto fue construido antes de comunicar la emoción. Como si mi relación hasta entonces con las personas fuera a través de lo que decían, de su aspecto físico, y de pronto me dijesen: no, no, fíjate en cómo respiran, en cómo caminan, cuál es la estructura de sus huesos.

Pero, al margen de las lecciones de Borges, ¿usted qué aprendió en la librería?

Cuando entré, la dueña me dijo: «Como no sabes nada de librerías, lo primero que tienes que saber es qué contiene una librería y dónde está lo que contiene». Es algo que han olvidado los libreros de hoy: van a la computadora, cuando uno les pregunta «¿Tiene el Quijote?»; preguntan de quién es ese libro y lo buscan en la computadora; y, si la computadora les revela que hay un ejemplar, preguntan a la computadora dónde está el libro en sus estantes. Nosotros, que no teníamos la computadora, teníamos que aprender la cartografía del lugar. Me puso con un plumero a sacar el polvo… Durante un año no hice más que eso. Y me dijo: «Cuando veas un libro que te interesa, lo sacas y lo lees»; ella esperaba que yo lo trajese de vuelta, pero muchas veces me quedaba con el libro… Porque necesitas saber qué estas vendiendo. Entonces me enseñó que un librero tiene que conocer su espacio, tiene que conocer a los habitantes de ese espacio y tiene que saber hablar y recomendar lo que hay en ese espacio.

¿Qué librerías frecuenta usted en Buenos Aires?

Las librerías que yo frecuento, pues yo no compro nunca libros en Amazon, son aquellas donde puedo conversar, donde el librero, con un gusto que puedo o no compartir, habla de libros. Entonces, por ejemplo, aquí en Buenos Aires mi librería favorita se llama Guadalquivir, porque los libreros saben lo que hay ahí y tienen sus pasiones privadas, y a veces los escucho y a veces no, y a veces me llevo los libros que me recomiendan y a veces no; pero de eso se trata, de un lugar de pasión de lector, que es lo que aprendí en Pigmalion.

¿Sobreviven algunas librerías del Buenos Aires de su adolescencia?

Las librerías que frecuentaba no existen más. La Librería Santa Fe, que yo quería mucho, se ha transformado en otra cosa más comercial. Las librerías que yo conocía, como Atlántida, no existen; pero hay muchas nuevas librerías excelentes. Eterna Cadencia es una librería buenísima, y luego quedan todas esas librerías de libros de segunda mano de la avenida Corrientes, y sobre todo la Librería de Ávila, frente de mi colegio, el Colegio Nacional de Buenos Aires, y también está una librería que he descubierto ahora en un lugar subterráneo y espantoso, en Florida con Córdoba, se llama Memorias del Subsuelo, es extraordinaria, de libros usados, ahí siempre encuentro de todo.

Usted ha vivido también en París, en Milán, en Tahití, en Inglaterra, en Canadá, en Nueva York. ¿Cuáles han sido sus librerías en todos esos lugares?

Las grandes librerías del mundo son librerías pequeñas. En cada país, en cada ciudad tengo algunas librerías favoritas a las que siempre vuelvo. En Madrid, la Librería Antonio Machado; pero me gustan también mucho las librerías de libros de segunda mano, hay una en la calle del Prado, otra cerca de la plaza de la Ópera. Me importa siempre esa relación con el librero. Y hay una distinción importante. Las librerías de libros nuevos frente a las de libros usados. Yo prefiero las librerías de libros usados, me gustan los libros con biografía, me gusta descubrir a viejos amigos y encontrar obras relacionadas con los libros que ya conocía. Obviamente, entre los libros nuevos siempre hay cosas que a uno le sorprenden, sobre todo en el área del ensayo, el ensayo literario ha encontrado un auge en este tiempo y me encantan esos ensayos inauditos, sobre la historia del cabello o libros sobre los transportes públicos, cosas así, inesperadas. Es cierto que en muchos lugares las librerías han desaparecido. Nueva York, que era una ciudad de librerías, ha sufrido una auténtica extinción; pero hay unas pocas librerías que sobreviven, como reliquias de un tiempo que ha pasado. Eso afecta a la vida intelectual de una ciudad, afecta a la conversación, cambia la manera en la que uno piensa. En Madrid, en Buenos Aires o en París ves a gente con un libro en la mano. En Nueva York, la gente siempre tiene un iPhone en la mano y eso me perturba. No es que las lecturas virtuales me parezcan nefastas, sino que es otra cosa. El equivalente de este desierto intelectual en el mundo del transporte sería la ciudad de Los Ángeles, donde uno no camina, sino que va a todas partes con el coche: una ciudad donde no se camina es una ciudad de fantasmas.

Ha vivido en varias ciudades y continentes, escribe regularmente, que yo sepa, en español, inglés y francés, y lee en portugués, alemán e italiano. Es, por tanto, un escritor extraterritorial, según la famosa etiqueta de George Steiner… ¿Se siente parte de una tradición de escritores viajeros?

Yo no me considero un escritor viajero, me considero un viajero que escribe, un viajero por obligación, porque en realidad no quiero cambiar de sitio, pero hay algo en mi destino que me obliga a irme del lugar donde soy feliz para encontrar otro. Si tuviese que buscar una genealogía para mis actividades, sería la de los lectores que se han resignado a escribir. Todos mis libros surgen de mis lecturas. Como Borges decía, que otros hagan alarde de los libros que han escrito, que él hacía alarde de los libros que había leído. Es una declaración que me define. Si me dijesen que no puedo escribir más me preocuparía mucho menos que si me dijesen que no puedo leer más. Si no pudiese leer más, me sentiría muerto.

Entonces, ¿por qué asumió esa responsabilidad de gestión de la Bibiblioteca Nacional, que le impide poder seguir escribiendo y leyendo? ¿A qué se debe ese sacrificio?

Yo creo que tenemos ciertas obligaciones y que cada uno sabe cuáles son. Yo debo mi vocación al Colegio Nacional de Buenos Aires. Probé un año en la universidad, después de seis años en el colegio secundario, pero fueron tan excelentes que no seguí. Me dieron toda la base de lo que yo hice después. Yo leo a través de lo que aprendí en el Colegio, escribo a través de lo que aprendí en el Colegio, tengo muy pocas ideas que sean posteriores a mi estancia en el Colegio. De manera que tengo una enorme deuda intelectual con el Colegio Nacional de Buenos Aires, donde fui tan afortunado de tener profesores como Enrique Pezzoni o Corina Corchon y muchos otros, una deuda con la ciudad de Buenos Aires, y luego estaba la coincidencia un poco absurda de que yo conocí a Borges cuando trabajaba como director de la Biblioteca, cuando estaba en la calle México. Que después de un poco más de medio siglo volviese a ocupar, lo digo con gran descaro y vergüenza, el puesto que ocupaba Borges me pareció el inevitable argumento de una mala novela donde el lector no cree que esas coincidencias fuesen posibles.

Además, usted nunca había ejercido como bibliotecario…

En efecto, ese sería un tercer argumento. Toda mi vida he vivido entre libros, he pensado acerca de libros, he reflexionado sobre bibliotecas y librerías y sobre el acto de lectura; pero nunca he sido bibliotecario, y me pareció que me estaban dando una oportunidad de entrar en la cocina después de haber escrito cientos de recetas, que finalmente ponía las manos en la masa. Muy rápidamente me di cuenta de que no, de que no iba a ser bibliotecario, de que no se puede aprender a ser bibliotecario sin seguir una carrera de formación bibliotecaria, pero que podría ayudar a los que ejercen esa tarea. A los treinta años tenía energía de sobras para una tarea así. Ahora acabo de cumplir setenta, y físicamente siento que no tengo la energía para seguir durante mucho tiempo, porque este es un trabajo que exige una presencia física y mental desde temprano por la mañana. Yo estoy en la biblioteca desde las seis y media de la mañana, y con las cenas oficiales y demás no me voy a la cama hasta la medianoche. Siete días por semana, con los viajes y con problemas constantes, es decir, una biblioteca no es un lugar donde se hace una sola cosa. Cada quince minutos tengo que resolver un problema, de instalación eléctrica, de compra de libros, de burocracia de aduana, de política gremial, de problemas personales, son ochocientas cincuenta personas, un hijo enfermo, un divorcio, diseño de exposiciones, materiales administrativos, conferencias, talleres, digitalización, en fin… Cada quince minutos hay un problema distinto y, aunque tengo un equipo maravilloso, es agotador. Si bien yo quisiera acabar mis días en la Biblioteca, que me encuentren alguna tarde tirado en el piso de esta oficina, pienso que voy a seguir en mi puesto mientras tenga la energía para cumplir adecuadamente con mis funciones.

Una parte que me intrigaba de su biografía es la de estos años como director de la Biblioteca, la otra que me intriga mucho es la de sus años en Tahití. ¿Cómo fue su vida allí?

Como usted sabe, nuestras geografías son todas imaginarias. Los lugares existen según lo que nos han contado sobre ellos, la realidad física sirve para disuadirnos de que un lugar era como nos lo habían contado. Yo estaba trabajando en una librería en París, que había abierto un editor, acababa de casarme. Tenía veinticuatro o veinticinco años. Entonces, por un problema no resuelto con ese editor decidí dejar el puesto, sin tener todavía otro trabajo. Casi el último día en la librería vino a verme una persona para comprar libros que vivía y trabajaba en Tahití, en una editorial francesa, y, con ese descaro que uno solo puede tener cuando es joven, le pregunté: «¿Y no necesitaría por casualidad un editor en Tahití?», y me dice: «Por casualidad, sí lo necesito, me gustaría conversar con usted». Entonces fuimos a tomar un café y al cabo del café me había ofrecido un trabajo en la otra punta del mundo. Volví a casa y le dije a mi mujer que teníamos que buscar en el mapa dónde estaba Tahití, porque nos íbamos dentro de dos semanas, e hicimos las maletas. Son muy distintos los lugares que visitamos como turistas y esos mismos lugares si vivimos en ellos. Tahití es bellísimo, sobre todo las islas que rodean la isla principal, Morea, por ejemplo, pero si uno vive en la capital, trabaja en la capital, descubre que las cosas son carísimas, porque todo es importado, y además si trabajas todo el día no tienes tiempo de ir a la playa (y a mí no me interesan los deportes, entonces no iba a bucear y esas cosas). El clima es tropical húmedo, todo se pega a la piel, los insectos te pican, los libros se cubren de moho…

Entonces… ¿Descartamos cualquier posibilidad de aventura?

Yo no tuve ninguna aventura en Tahití, trabajaba en una oficina de Éditions du Pacifique como podría haber trabajado en una oficina de… no sé… cualquier lugar del mundo, con la dificultad de que estábamos antes de la era electrónica, de modo que teníamos que hacer libros escritos en Francia, puestos en página en Francia y luego impresos en Japón, donde era más barato imprimir, en un proceso que duraba mucho tiempo y era trabajoso. Había que escribir muchas cartas, teníamos télex, pero funcionábamos sobre todo por correo normal. Era un trabajo un poco rutinario, lo hice durante cinco años: primero pasamos dos años, después volví a Francia durante un año, y después volvimos a Tahití con dos hijas que se criaron prácticamente en la playa. Cuando terminó ese periodo, en el 82, el editor se mudó a San Francisco y tuve la posibilidad de elegir entre San Francisco, ir a Japón —donde me habían ofrecido un puesto, porque me conocían— o intentar iniciar una nueva carrera, una nueva vida en Canadá. Mi libro Breve guía de lugares imaginarios había tenido mucho éxito en Canadá, también la antología que preparé de literatura fantástica, el sello se llamaba Lester & Orpen Dennys y su editora, Louise Dennys, me preguntó si quería vivir allí. Y me dije, bueno, si quiero tener una carrera como escritor, quizá esta vez sería bueno que nos instalemos en un país que no esté en la otra punta del mundo y rodeado de mar. Y nos fuimos a Canadá. La aventura llegó en ese momento. Con mi mujer embarazada de nuestro tercer hijo, pasamos por Argentina, donde mi hermana se había casado unas semanas antes de la guerra de las Malvinas. Mi exmujer es inglesa, y las niñas habían nacido en Inglaterra. A mí me quitaron el pasaporte argentino, ellas no podían salir, yo no podía salir, tuvimos que fugarnos furtivamente a Uruguay, donde tomamos el avión a Inglaterra. Pero no me dejaban entrar en Inglaterra, donde estaba por nacer mi hijo, porque yo era el enemigo. Finalmente, después de mucho tiempo, me dieron una visa de compasión, como la llamaban, y pude llegar justo para el nacimiento de mi hijo. Y de ahí, sí, nos fuimos a Canadá.

En su último libro, Mientras embalo mi biblioteca, habla del proceso de despedirse de su biblioteca de cuarenta mil ejemplares y de su casa en Francia, una biblioteca que ahora se encuentra en un almacén, en cajas. ¿La documentó fotográficamente? ¿Sueña con ella? ¿Sabe qué pasará con ella en el futuro?

Vamos a ver. Hay fotos que tomaron mis amigos de la biblioteca cuando fue embalada. Sí, sueño con ella, siempre, constantemente. Ha reemplazado todo los otros paisajes de mis sueños y siempre vuelvo a esa biblioteca, a ese jardín, a mi perra. La definición del paraíso se corresponde con el lugar que uno pierde y mis sueños me demuestran que ese lugar, en mi caso, era el paraíso. Nunca había tenido y nunca tendré una casa con tanta paz, con tanto espacio para reflexionar y con todos mis libros reunidos, que están ahora en un depósito en Montreal. No sé si en algún momento, antes de mi muerte, podré volver a ponerlos en estanterías. Hay algunos proyectos de instituciones de Estados Unidos y de Canadá que quizá puedan alojarlos, pero nada se concreta y yo tengo muy pocas esperanzas de que eso se haga antes de que yo muera. La he definido como una biblioteca de la historia de la lectura, porque ese es su corazón.

¿Por qué tuvo que irse de esa casa, con su fabulosa biblioteca?

Por razones burocráticas. No quiero entrar en el tema… Pero durante dos o tres años tuve que luchar con la burocracia francesa y después dije no, no quiero pasarme el resto de mi vida haciendo esto. En algún momento de 2005 o 2006 yo hice unas declaraciones en Francia contra Sarkozy, diciendo simplemente que todo lo que él estaba haciendo iba en una dirección peligrosa, aunque contenida por el Estado democrático francés, pero que en Argentina, antes de la dictadura militar, nosotros también pensábamos que todo ese movimiento de derecha estaba contenido por la estructura democrática del país. Y no fue así. Entonces añadí que nunca podía uno estar seguro de que una institución democrática fuese suficientemente fuerte para soportar el embate de un movimiento derechista. Parece que algún político local del partido de Sarkozy, del pueblo donde yo vivía, se ofendió mucho con eso y me hizo perseguir burocráticamente, que es la peor persecución de todas, buscando el quinto pie del gato, tuve que contratar abogados y me empezó a costar una fortuna, y en cierto punto —esto le parecería divertido a usted, que también es lector, si no fuera terrorífico— me pidieron, de mi biblioteca de treinta y cinco mil volúmenes en ese momento, que les diese una constancia de la compra de cada ejemplar, de cuánto costó y dónde lo compré, con documentos. Al poco tiempo me rendí, dije no, vendimos la casa, se nos destrozó el corazón y embalamos los libros, y aquí estoy.

En Mientras embalo mi biblioteca dice que ahora entiende mejor a Don Quijote: cuando le destruyeron su biblioteca dejó de tener interés en regresar a casa…

Es así, o, mejor dicho, sintió que la biblioteca la llevaba en él, y que así podía actuar en el mundo. Yo «actúo» ahora en el mundo a través de mi biblioteca mental. No es lo mismo, pero me sirve.

En el libro habla de algunas secciones importantes de su biblioteca personal, como la de estudios gais. La homosexualidad y el feminismo son algunos de los ejes de actuación de la nueva época de la Biblioteca Nacional, según he leído. ¿Cómo se relacionan entonces la sección que uno tiene, por ejemplo, en su biblioteca personal sobre libros de homosexualidad y el proyecto posterior, de alcance público?

Es muy distinta la biblioteca personal y la nacional. En la biblioteca personal las secciones principales eran las secciones por idioma, por el idioma en el que el libro estaba escrito originariamente. Entonces, ahí había de todo, ensayo, ficción, poesía, teatro. En la sección literatura en lengua castellana tenía incluso traducciones al ruso del Quijote. Luego había ciertas secciones especiales, como la de los libros de cocina, de los diccionarios y libros de etimología, los libros sobre la tradición de Don Juan… Otra sección era la de literatura gay y lesbiana, algo de literatura erótica y ensayos sobre el cuerpo. Me interesa mucho nuestra obsesión con los rótulos: no podemos pensar fuera del vocabulario de las etiquetas, aunque sabemos que las etiquetas restringen y distorsionan lo que queremos conocer. No es lo mismo poner el cuento «Los asesinos», de Hemingway, bajo el rótulo de literatura policial que de literatura clásica americana o de literatura masculina. En fin. Me interesaba cómo se define lo gay o lesbiano a través de un rótulo y entonces hice con mi compañero [Craig Stephenson] una antología gay que deliberadamente llamamos In Another Part of the Forest: Anthology of Male Gay Fiction, y que incluía cuentos sobre hombres homosexuales escritos por todo tipo de escritores y de escritoras. El tema me interesa personalmente. Pero la Biblioteca Nacional es otra cosa. Yo quiero que la Biblioteca Nacional represente a todos los habitantes de esta sociedad. Entonces, vamos a abrir un centro de documentación de los pueblos aborígenes, de los pueblos originarios, para recatalogar material que tenemos. También estamos ordenando y ampliando la sección gay, lesbiana y transexual, justamente para que haya documentación en la Biblioteca Nacional para quien quiera informarse sobre el tema.

En un librito que le publicó la editorial Sexto Piso, Para cada tiempo hay un libro, usted dice: «Desde la época de Gilgamesh, los escritores se han quejado siempre de la mezquindad de los lectores y de la avaricia de los editores. Y, sin embargo, todo escritor encuentra a lo largo de su carrera algunos notables lectores y algunos generosos editores». ¿Cuáles han sido, en su caso, esos lectores y esos editores?

Muchos, por suerte. Mi primera lectora generosa fue Marta Lynch, la novelista, que era la madre de un compañero mío del Colegio Nacional de Buenos Aires; su hijo le llevó algunos escritos míos, muy malos, los primeros cuentos que escribía, con quince años, y me mandó una carta, ella, que era una novelista reconocida, una carta hermosa que conservo, en papel azul, comentando mis cuentos, alentándome… Acababa con esta frase: «Te felicito y te compadezco». Editores he tenido muchos también generosos. Quiero destacar a Valeria Ciompi, ahora somos amigos, era mi segunda editora, pero se convirtió en mi editora principal en lengua castellana y me ayudó muchísimo. Gracias a ella tengo una presencia en nuestro idioma. Además, los libros de Alianza Editorial son bellísimos. No hay más que ver la maravilla que han hecho con el diseño de Mientras embalo mi biblioteca.

Yo diría que sus dos libros más ambiciosos son Una historia de la lectura y Una historia de la curiosidad, ambos editados justamente por Alianza. En ellos encontramos un estilo que es al mismo tiempo riguroso y ameno, levemente académico y muy seductor. ¿Cómo encontró ese estilo? ¿Cómo llegó a lo que comúnmente se llama «una voz»?

Entre mis lecturas infantiles había una colección de libros que me encantaba, «Clásicos para chicos», con títulos como La Isla del tesoro, Azabache… Y cada volumen tenía una introducción de una mujer que se llamaba May Lamberton Becker, que siempre tenía el mismo título, «Cómo fue escrito este libro». Y me encantaba porque daba los datos biográficos y bibliográficos necesarios, pero contándolos como si hablase con un amigo. Me parece que la conversación con el lector tiene que ser una conversación inteligente, tiene que ser una conversación en la cual uno siempre suponga que el lector es más inteligente que uno, uno tiene que tratar de decir las cosas de la manera más simple posible. Una editora mía de Canadá, Barbara Moon, me dio un consejo formidable: «Cuando estés escribiendo imagina a un pequeño lector sentado sobre tu hombro, que ve lo que estás escribiendo y te pregunta «¿y por qué me estás contando esto a mí, que no soy tu mamá?»». Es muy importante no confundir la primera persona del singular con la primera persona singular. Yo me uso como personaje, como tantos escritores, para hacer que el lector entre en confianza. La Comedia sería una cosa muy distinta sin Dante como personaje principal. Yo no soy el Alberto Manguel que recorre mis libros, yo elijo algunas opiniones, algunas de las ideas de Alberto Manguel, y las pongo en primera persona. A nadie le interesa lo que yo pienso cada minuto del día, lo que yo como, lo que hago.

La Biblioteca Nacional fue la sede del acto final del #Dante2018, la propuesta del profesor argentino Pablo Maurette, afincado en Estados Unidos, que ha llevado a miles de personas a leer la Divina comedia durante los primeros cien días de este año…

Fue realmente maravilloso. No me esperaba semejante repercusión. Fue muy interesante y muy emocionante ver a tanta gente leyendo a Dante gracias a las redes sociales.

Además de a la docencia y a la escritura de libros, se ha dedicado profesionalmente sobre todo al periodismo cultural y a la edición. ¿Qué consejos les daría a los jóvenes que quieren dedicarse a ello?

Borges me dijo que si quería dedicarme a la literatura, no enseñase ni hiciese periodismo, ni fuese editor. Pero uno tiene que vivir de algo y no todos somos best sellers.

Es curioso ese consejo de Borges, porque él se dedicó toda la vida a la edición y escribió en varias revistas…

Si uno quiere hacer periodismo cultural, le recomendaría que busque un medio en el que reconozca su estilo —hoy puede ser también una publicación virtual—, que escriba un artículo en ese estilo, que lo envíe y que cruce los dedos. Pero debe saber también que tiene que escribir cientos de artículos para ganarse así la vida. El Times Literary Supplement de Londres paga por un ensayo que lleva semanas escribir unas cincuenta libras. Y Babelia, en España, paga trescientos euros. Si uno, en cambio, quiere ser editor: mi consejo es que se amigue con un editor.

Como se observa claramente en Fantasies of the Library, el libro de The MIT Press editado por Anna-Sophie Springer y Etienne Turpin, la última tendencia en teoría de la biblioteca es defender su dimensión relacional y la intervención en ella de curadores y mediadores. Es decir, la biblioteca ha sido invadida o contaminada (yo creo que felizmente contaminada) por el arte contemporáneo. ¿Qué opina de esas ideas? ¿La Biblioteca Nacional participa de ellas?

Depende. Una parte de las actividades de una biblioteca pública es la de sus exposiciones y eventos, y allí intervienen curadores y mediadores. Pero esa es la parte «visible» del iceberg: la parte invisible (y mucho mayor) es su actividad técnica: digitalización, confección del catálogo, preservación, etcétera.

Se trata, de hecho, de la recuperación de ideas ya formuladas en parte por Aby Warburg. En La biblioteca de noche le dedica un capítulo, «La biblioteca como mente», en el que dice que su biblioteca estaba regida por una suerte de «composición poética». ¿Es toda biblioteca personal poética o caos y toda biblioteca pública prosa u orden?

Toda biblioteca tiene parte de ambas.

Bajo la dirección de Borges nació la escuela de formación de bibliotecarios. ¿Qué es lo más importante que debe defender un bibliotecario?

La existencia misma de la biblioteca. Si una biblioteca existe, si una biblioteca funciona como debe funcionar, todos los otros aspectos pueden bien que mal desarrollarse.

Dice en Mientras embalo mi biblioteca que es fundamental no olvidar que una biblioteca nacional no es de la capital, sino del país. En Bogotá hablé con Consuelo Gaitán, la directora de la Biblioteca Nacional de Colombia, precisamente de eso: ella está convencida de que hay que tejer y que reforzar la red que une a todas las bibliotecas colombianas, de todos los tamaños, tanto en los núcleos rurales como en las ciudades. Pero allí Medellín contrapesa a la capital, Buenos Aires, en cambio, no tiene rival. ¿Cómo está trabajando la descentralización?

Las bibliotecas provinciales tienen también su peso en nuestro país. La de Salta, por ejemplo, es admirable. Pero estamos trabajando en tratar de fortalecerlas más aún, de darles una visibiidad y actuación más grandes.

¿Sabe si ya es una realidad el proyecto de hacer una biblioteca en el Faro del Fin del Mundo de Tierra del Fuego? ¿Qué libro no debería faltar en ella?

Ojalá que se haga, estoy muy interesado en ese proyecto, pero no sé si se hará. Por supuesto que el libro que no debería faltar es El faro del fin del mundo, la novela de Jules Verne. Pero va a depender mucho de la identidad que quieran darle a esa biblioteca, si es una biblioteca para todo el mundo, si es una biblioteca para los habitantes de las Malvinas, o si es una biblioteca simbólica para la política argentino-británica… Sí existe ya la Biblioteca del Fin del Mundo, en Ushuaia, que solo por el nombre ya vale la pena de ser visitada. Tiene una muy buena colección de libros de viajeros.

Perdone que, para acabar, le haga la misma pregunta que ya le han hecho tantas veces: ¿Fue emocionante recibir el Premio Formentor a sabiendas de que anteriormente lo había recibido Borges?

Todo premio  comporta una parte de regocijo y una parte de vergüenza. Kafka decía que tenía una pesadilla recurrente, que estaba en clase y el profesor lo alababa, y una persona entraba y decía: «¡Es un farsante! ¡Es un mentiroso!». Vivo aterrado por el momento en que algún lector inteligente diga: «¡Pero si esto es absurdo!». Ese lector podría ser yo mismo, al verme usurpar un premio que hubiesen tenido que darles antes a otros cuarenta mil escritores que prefiero. Pero,al mismo tiempo, uno no puede tener la arrogancia de no aceptarlo. Borges decía que la humildad es la peor forma del orgullo. Entonces, estoy encantado, pero estoy enormemente consciente de la diferencia, que es casi un chiste, que empieza con Borges y Beckett y termina con Alberto Manguel. Por lo menos este año he estado en el jurado y hemos rectificado el error del año pasado con Mircea Cărtărescu, que sí me parece que está a la altura de Borges y de Beckett.

Fuente: Jotdown



¿Borges escribió una novela?: debate en los pasillos del laberinto

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  Dalia Ber

Algunos investigadores dudan si participó en una ficción policial publicada por el diario Crítica a fines de 1932. Las hipótesis y la polémica.

Borges el poeta. Borges el cuentista. ¿Borges el novelista? Aunque es sabido que Borges no publicó ninguna novela, hay un misterio que persiste a través del tiempo. El enigma de la calle Arcos es, desde hace unas décadas, un enigma en torno a Jorge Luis Borges.

Hay que ir a los meses finales de 1932, cuando el diario Crítica publicó, en una serie de folletines de la Revista Multicolor de los Sábados, la que presentó como “la más apasionante novela policial”, firmada con el seudónimo Sauli Lostal. Basada en sucesos ocurridos en Buenos Aires, en la tradición del clásico policial de misterio, al año siguiente la editorial Am-Bass la llevó al formato libro con el título El enigma de la calle Arcos. En ese momento se mencionaba al periodista Luis F. Diéguez, prosecretario de redacción de Crítica, como el posible autor. Pero nunca se confirmó.

En 1996 la obra –una de las primeras novelas policiales argentinas– fue reeditada con un prólogo de la investigadora Sylvia Saítta y creció la polémica: ¿pudo haber sido Borges su verdadero autor?

La firma del libro en cuestión “es un nombre que pudo ser tomado de la misma guía telefónica para anagramarlo como Sauli Lostal. No nos olvidemos, por ejemplo, que se trataba de una época en que los escritores solían burlarse creando entimemas y supercherías”, sostuvo el escritor Juan Jacobo Bajarlía en una nota periodística publicada en 1997. Sucedía que algunos especialistas atribuían la autoría de la novela a Luis A. Stallo, de quien estaba probada su existencia, y es anagrama de Sauli Lostal. Bajarlía sostenía que Ulyses Petit de Murat, codirector junto a Borges de la Revista Multicolor, “fue terminante” al asegurarle que “la novela fue escrita por Borges para ensayarse en este género”.

El escritor Mario Tesler, licenciado en Bibliotecología y Documentación, cita a Bajarlía en su texto El presidente y la novela de Borges –que escribió a propósito de un furcio de Alberto Fernández a fines de 2019–, donde también incluye comentarios de autores como Nicolás Helft, que encontraron elementos que permiten sugerir la participación de Borges en la escritura de la novela.

“A mí me interesa el seudónimo y todo lo que el seudónimo trae aparejado”, sostiene Tesler. “Solamente en Argentina, por ejemplo, tengo identificados en mi colección entre 10 y 15 mil seudónimos” de autores. Y agrega: “Si se toman en cuenta las iniciales de Borges, que son consideradas inicialónimos, tiene una variante: en lugar de usar JLB usa LB. O seudónimos como Daniel Aslam, Bernardo Haedo, Francisco Bustos y Benjamín Beltrán. También refiere a Honorio Bustos Domecq y Benito Suárez Lynch, como firmó junto a Adolfo Bioy Casares, y a los conjuntos que usaban algunos autores en la Revista Martín Fierro y según él lo hacían ‘por pura diversión’”.

“Mi objeto de estudio no es el autor sino los seudónimos”, aclara Tesler. “Estudié todos los otros que Borges utilizó, los que se le atribuyen y otros que en su momento dijeron que le pertenecen, pero ahora se sabe que no fue así. Con respecto a la autoría de la novela sostiene: “Lo interesante es mostrar que Borges tiene un montón de seudónimos. En El Enigma… pudo haber participado. No se puede decir es de él, no es de él, o ha participado. Es una polémica que viene de hace tiempo, solo que se van sumando nuevos aportes”.

El director de la Maestría en Literaturas de América Latina de la Universidad Nacional de San Martín (Unsam), Gonzalo Aguilar, sostiene respecto de la obra en debate: “Borges no es su autor y Borges se refiere a ella crípticamente en una de sus ficciones inaugurales: El acercamiento a Almotásin, lo que muestra que la novela no le era indiferente. En el medio hay varios hechos para considerar: las charlas en la redacción o en los bares de quienes colaboraban en el diario Crítica (donde Borges dirigía el suplemento de Cultura), la inexistencia de Sauli Lostal, el experimento de ambientar la novela policial en Buenos Aires (algo que ya se había hecho pero que en este caso impactó a Borges). ¿Participó Borges en conversaciones que tuvieron que ver con la novela? Ulyses Petit de Murat asegura que sí”.

Agrega Aguilar: “Creo que lo más importante es considerar ese período en el que la novela policial es usada por Borges para experimentar con las relaciones entre narración y cultura de masas, género y escritura, orden y caos. De hecho, él mismo escribió con Bioy Casares cuentos policiales con seudónimo. En el camino de Borges hacia la invención de una narrativa propia, El enigma de la calle Arcos cumple un papel, menor pero sin duda enigmático”.

Ulyses Petit de Murat, codirector junto a Borges de la Revista Multicolor, aseguraba que “la novela fue escrita por Borges para ensayarse en este género”.

En el artículo La novela que Borges jamás escribió, incluido en su libro El forajido sentimental. Incursiones por los escritos de Jorge Luis Borges, dice el profesor Fernando Sorrentino: “Creo que nadie puede escribir totalmente en un estilo ajeno: aun quien se proponga la más descarada parodia termina, tarde o temprano, por hacer asomar su estilo entre los párrafos que va elaborando. 

Recordemos que, en los pocos casos en que Borges ensayó textos paródicos (…) siempre, detrás de su escritura burlesca, aparecen la inteligencia deslumbrante, la sutileza, el delicado matiz y las mil y una virtudes que conocemos como estilo borgeano. Dicho esto, afirmo con todas las letras que, en ninguna circunstancia real o imaginada, Borges –ni ebrio, ni dormido, ni víctima de los efectos de atroces alucinógenos– podría escribir párrafos como los que siguen, que en El enigma... se prodigan desde el principio hasta el fin. Empecemos con el retrato de uno de los personajes:

Juan Carlos Galván podía tener unos cuarenta años; acaso no tuviera ni treinta y cinco, pues mientras el rubio opaco de su cabello espeso y naturalmente ondulado matizábanlo infinidades de níveos hilitos que intensificaban blancuras cerca de las sienes, su tez fresca y rosada como la de un mozalbete exaltaba juventud.

Sus ojos grandes, verdemar, eran ojos de niño, aunque –en su plácido mirar– tenían un no sé qué de severo, agreste y cruel. Encarnaba, en todo caso, el prototipo del gran señor. (…) Notábase en sus ademanes un sello de inconfundible distinción que, unido a su innata sencillez y amabilidad, hacíale en seguida atrayente.

Consultado para participar de esta nota, el escritor Guillermo Martínez, autor entre otros exitosos títulos del libro Borges y la matemática, acercó una reseña escrita por Borges del libro Excellent Intentions, del autor Richard Hull, aparecida en la revista El hogar, en la que habla de una hipotética idea de escribir una novela. El artículo fue publicado en 1938, fecha posterior a la aparición de El enigma de la calle Arcos, por lo que podría deducirse que el creador de La biblioteca de Babel no había probado con el género: “Uno de los proyectos que me acompañan, que de algún modo me justificarán ante Dios, y que no pienso ejecutar (porque el placer está en entreverlos, no en llevarlos a término), es el de una novela policial un poco heterodoxa. (…) La concebí una noche, una de las gastadas noches de 1935 o de 1934, al salir de un café en el barrio del Once. Esos pobres datos circunstanciales deberían bastar al lector: he olvidado los otros, los he olvidado hasta ignorar si los inventé alguna vez ”.

Fuente: Clarin.com

Borges y Mar del Plata: el amor de un hombre esquivo

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Una nota escrita en 2016 por Natalia Duhalde para La Capital recorre la relación de Jorge Luis Borges con nuestra ciudad y con algunos amigos que aquí supo tener. El hombre distante y el alma traviesa.

Recordando los 120 años de su  nacimiento creímos que recordar aquellas líneas era recorrer un poco el alma, el humor y la forma de relación con el otro que hacían al escritor un hombre tan distante de  la medianía y por cierto irrepetible. Disfrútela….

«En Mar del Plata, en la esquina de La Rioja y San Martín, en la misma manzana donde funciona el palacio municipal del partido de General Pueyrredón, se inauguró el 24 de agosto del año 2000 un mural en el que se ve a Jorge Luis Borges mirando desde las alturas una ciudad hecha de libros.

Se trata de una moderna Babel de libros que fue realizada por un grupo de «maquinadores» del proyecto integrado por los dibujantes Miguel Repiso (Rep), «Cachi» García Reig y Marcelo Franganillo, reconocido marplatense ligado a la gestión cultural y la comunicación.

El mural fue realizado por la Escuela de Cerámica de esa ciudad balnearia y tiene 14 metros de ancho, 9 metros de alto y 3.200 azulejos, lo que la convierte en la obra más importante que se ha realizado en honor a Borges en la Argentina.

El presidente del Ente de Cultura de aquel entonces, Nino Ramella, contó a Télam: «Según cuenta la leyenda él dató ‘La Biblioteca de Babel’ en Mar del Plata. Acaso lo hizo como travesura, pues es improbable que la haya escrito en nuestra ciudad. Pero creo que sería una buena referencia para su vínculo con Mar del Plata».

La relación de Borges con Mar del Plata fue básicamente «a partir de su vínculo con Adolfo Bioy Casares y Silvina Ocampo, quienes allí tenían su casa de veraneo -hoy conocida como ‘Villa Silvina’- que habían comprado a Diógenes de Urquiza, cuenta.

Ramella enfatizó «muchas noches comían en lo de Victoria Ocampo, hermana de Silvina, que tenía por aquel entonces su Villa lindera con la de su hermana. Al comienzo de los 60 Victoria se había enamorado de un grupo de vanguardia: The Beatles. Por lo que les hacía escuchar a sus comensales los discos que había traído de Inglaterra».

Es más, recuerda Ramella, «había traído pelucas imitando los pelos largos de sus integrantes. En una de esas noches en Villa Victoria a la anfitriona se le ocurrió ponerle a Borges una de esas pelucas, lo que lo enojó. Borges se fue ofendido a lo de Silvina, donde estaba parando».

«Una noche que debí presentarlo en el Teatro Auditórium estábamos detrás del escenario esperando para empezar. Borges, que era tímido, me pidió una copa de grappa o de caña. Yo no tenía idea dónde conseguir eso. No lo conseguí, pero sí un remedo. Una veterana empleada del Auditorium atesoraba en un armario una botella de Tía María. Eso tomó Borges y le sirvió para enfrentar al público».

Nino Ramella y uno de sus muchos encuentros con Borges

«Otra vez habíamos bajado del auto en la costa. Una mujer se acercó y le dijo: ‘Borges… nosotros podemos ser parientes, porque mi apellido es Suárez’. Borges tenía un abuelo con ese apellido. Entonces le respondió: ‘Vea señora, los árboles genealógicos no son más que una entelequia, porque después de todo la paternidad no es otra cosa más que una cuestión de confianza. Una sola infidelidad derrumba cualquier árbol genealógico», recuerda.

Jorge Luis Borges formó parte de la cátedra de Literatura Inglesa de la Universidad Católica de Mar del Plata en el año 1967, que funcionaba en el actual colegio Santa Cecilia, ubicado en la calle Córdoba al 1300, y que en 1975 se transformó en lo que hoy es la Universidad Nacional de Mar del Plata (UNMDP).

Una ex alumna de ese establecimiento, Ana María Gatti, profesora de Letras, contó la experiencia de participar en las clases de Borges en la ciudad.

«Yo tenía 20 años y una vez por semana Borges llegaba en avión a Mar del Plata para dictar su cátedra a los alumnos de cuarto y quinto año de la carrera. Con mis compañeras nos escapábamos de nuestra clase -ya que estábamos en segundo- para escucharlo porque nos deleitaba su manera y forma de enseñar», recuerda Gatti.

La profesora cuenta que Borges «tenía una voz monótona y mientras daba clases y sus ayudantes dictaban algo al alumnado él recitaba los ejemplos del ´Beowulf´, lo que convertían a sus clases en abiertas para todo el público».

Gatti cuenta que cierta vez, caminando por la costa de la ciudad con una amiga, se cruzó al escritor y su amiga dijo «me parece que es Borges». A lo que el escritor, en una de sus habituales humoradas, respondió: «A mí también me parece».

Fuente: Libre Expresión

El día que Jorge Luis Borges brindó una conferencia en Cañuelas

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El 28 de marzo de 1977 estuvo en la Escuela Técnica convocado por la Sociedad Rural y el Club de Leones.

 Borges junto a Roberto Herrera. Foto La Semana, 1977.

“¿Borges en Cañuelas? ¿Cómo es posible? Pero lo fue…” es el comienzo de una crónica publicada por la profesora Graciela Raffo en el periódico La Semana de Cañuelas.

El escritor –de cuyo nacimiento se cumplen hoy 120 años– estuvo en la Escuela Técnica de Cañuelas el lunes 28 de marzo de 1977, el mismo año en el que recibió el título de doctor honoris causa otorgado por la Universidad de La Sorbona.

El autor de El Aleph llegó a la ciudad invitado por la Sociedad Rural y el Club de Leones. Una foto que acompaña la edición de La Semana lo muestra caminando por un pasillo de la ENET del brazo del Dr. Roberto Herrera Lizarralde, integrante de los leones.

Tras una breve presentación a cargo de Guillermo Bullrich Casares, Borges inició su conferencia sobre literatura gauchesca, haciendo un recorrido por obras y autores del género.

 “Poco después de las 18 se presentó ante un público heterogéneo, en el que se destacaba la presencia de numerosa gente joven. Su figura alta y delgada, sus lentos e inseguros movimientos, sus grandes ojos claros que parecen mirar más allá de sí mismo, produjeron en todos una corriente de simpatía y respeto” detalló la profesora Raffo en su crónica.

Habló finalmente de Ricardo Güiraldes, a quien conoció y trató como amigo. Explicó que un capataz de la estancia La Porteña, Segundo Ramírez, fue el inspirador de su reconocida novela. Ya en su título expresa el sentido último que Güiraldes quiso dar a su obra. “Segundo” indica que hay un primero; y “Sombra” que hay alguien que lo proyecta. ¿Quién es este don Segundo Sombra? Es el reflejo, la imagen, la sombra de todos los gauchos de la historia y la literatura. Todos se encarnan y condensan en él. La obra es más que una novela, una elegía, un canto a la muerte de una forma de vida; un epitafio a aquel “pastor ecuestre de nuestras pampas”, según la definición que Borges dio del gaucho.

“Los que sólo lo conocían a través de su vasta obra quizá esperaron encontrarse frente a un conferenciante complejo, de estilo elaborado y denso (…). Pero quien nos habló esa tarde fue el Borges maestro, capaz de evidenciar la amplitud y profundidad de sus conocimientos en una forma interesante y accesible para todo el mundo (…). Su palabra fluida, ágil, rica en imágenes, elocuente hasta en sus silencios, captó de inmediato la atención de los oyentes. Y la mantuvo sin descanso durante los 55 minutos que duró la exposición” concluyó Raffo.

Fuente: Info Cañuelas

Borges, el amigo de lo ajeno

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Se reedita un revelador libro de Daniel Balderston, uno de los mayores especialistas en el autor de Ficciones. Analiza sus deudas hacia la obra de R.L. Stevenson.

Osvaldo Aguirre

El 18 de agosto de 1978 Ricardo Piglia anotó en su diario: “Reunión anoche en lo de Pezzoni. Estuvieron Anita Barrenechea, Pepe Bianco, Libertella, joven becario USA”. El joven en cuestión era Daniel Balderston y el tema de su beca se le había pasado por alto a la crítica literaria: la relación de la obra de Borges con la de Robert Louis Stevenson. La investigación se convirtió en una tesis, la tesis en el libro El precursor velado: R. L. Stevenson en la obra de Borges (1985), y el libro, que acaba de ser reeditado por Eduvim, en la contribución inaugural de Balderston a los estudios borgeanos.

Tres días antes de aquella reunión Balderston grabó la primera de tres entrevistas que mantuvo con Borges. “Era cuestión de llamarlo por teléfono. Estaba entusiasmado porque nadie le había preguntado sobre su lectura de Stevenson. Me conecté primero con Bianco por iniciativa de Sylvia Molloy, que le había escrito una carta. Esa noche en casa de Pezzoni conocí a Ricardo Piglia, con quien después seguí en contacto muy fluido, y a Josefina Ludmer, y como era una conversación entre amigos yo estaba de espectador”, recuerda el actual director del Borges Center y de la revista Variaciones Borges, con sede en la Universidad de Pittsburgh.

Balderston retomó en el libro la figura del precursor, acuñada por Borges en un célebre ensayo sobre Franz Kafka, y reformuló el concepto de colaboración literaria para dar cuenta de la apropiación de ideas de Stevenson –la postulación de la escena memorable como efecto de verdad en el relato, entre otras– por parte de Borges, “una de las piedras angulares de su estética”. Comenzó por hacer una lista de las 106 citas de Stevenson que contenía la obra de Borges publicada hasta el momento.

“Para identificar esas referencias tuve que leer dos veces la obra completa de Stevenson y su correspondencia”, cuenta Balderston. “Borges citó textos bastante olvidados. Por ejemplo, en la reseña de una película cita la frase ‘el turismo es un arte del desencanto’ y eso resultó estar en un libro de viajes de Stevenson por California, en la época en que esperaba el divorcio de Fanny Osbourne para casarse con ella, es decir, un texto bastante menor. Había referencias a ‘Algunos caballeros de ficción’, un ensayo donde Stevenson defiende la posibilidad de que escritores de clase media describan a personajes de alcurnia, absolutamente olvidado, de donde Borges saca la frase que recuerda muchísimas veces sobre que los personajes literarios no son personas sino meras series de palabras. Y también hay muchas citas invisibles, sin comillas, en la obra de Borges. Molloy descubrió una cita sin comillas de John Bunyan en ‘Biografía de Tadeo Isidoro Cruz’, es decir que estas asociaciones pueden estar en los lugares más inesperados”.

–¿Borges lee a Stevenson cuando no formaba parte del canon de lecturas?

–Cuando lo lee por primera vez, en la infancia, era el escritor más popular de lengua inglesa. Entre 1895 y la década de 1920 hay muchísimas ediciones de obras completas de Stevenson, pero después su reputación decae y se convierte en lectura infantil. Cuando Borges lo menciona en “La fruición literaria”, en El idioma de los argentinos, en 1928, ya había pasado de moda. Y cuando en el prólogo a Historia universal de la infamia, en 1935, dice que los textos le deben mucho a Stevenson, Chesterton y a algunas películas de von Sternberg, muy pocos habrán entendido esa relación, salvo por la presencia de piratas y malevos. En el libro argumento que había una relación mucho más profunda, con una idea sobre cómo construir historias.

–¿Por qué esa relación tan profunda pasó desapercibida para la crítica borgeana?

–Supongo que la mayor parte de los críticos habían leído La isla del tesoro y El extraño caso del Dr. Jekyll y Mr. Hyde, pero no los ensayos de Stevenson sobre literatura, y tampoco algunos textos que Borges celebra, como una novela tardía, The Wrecker, escrita en colaboración con Lloyd Osbourne sobre el naufragio de un barco en el Pacífico. El manejo del suspenso, el planteo de un enigma que solo se resuelve centenares de páginas después, le interesaron como una manera de construir la ficción. Borges decía que The Wrecker era una de las grandes novelas policiales.

–En general cuando se habla de Borges y la narrativa policial la referencia inmediata es Poe.

–Sí, pero Borges tenía en el fondo una opinión bastante negativa del estilo de Poe. De hecho, cuando él y Bioy Casares traducen “La carta robada” para Los mejores cuentos policiales, lo reducen prácticamente a la mitad, eliminan descripciones y diálogos, lo que Borges consideraba relleno y lo que le molestaba en el estilo de Poe. Celebra en cambio las novelas policiales de Wilkie Collins, la novela inconclusa de Dickens y la de Stevenson en varios textos y percibe relatos policiales en otras obras de Stevenson por ejemplo “La puerta y el pino”, de El mayorazgo de Ballantrae, que incluye en Los mejores cuentos policiales. Es decir, le interesa la manera en que Stevenson hace su versión del cuento policial, que es bastante diferente de los modos dominantes en lengua inglesa hacia fines del siglo XIX.

–¿Stevenson fue un precursor velado por el propio Borges?

–Es el único escritor al que menciona en “Borges y yo”. También lo nombra en el prólogo a La invención de Morel, entre otros textos. Se jactaba de ser su lector, aunque no estuviera de moda.

–En un pasaje señala que en Borges hay también un lector ingenuo, que insistentemente recuerda sus lecturas de infancia.

–Me basaba sobre todo en el ensayo de El idioma de los argentinos, cuando habla del entusiasmo que le producían las primeras lecturas, “los grandiosos folletines de Stevenson”, dice, y además Julio Verne, Las mil y una noches, Eduardo Gutiérrez, El estudiante de Salamanca, “los mejores goces literarios que he practicado”. Las mil y una noches y Stevenson permanecen como lecturas fundamentales para su imaginación.

–¿Cómo fue que el joven becario se convirtió en un gran especialista?

–Había quedado atrapado por Borges unos años antes. En mi último trimestre en Berkeley había seguido dos cursos del gran cervantista Luis Andrés Murillo y en la primavera de 1974 él dio un curso sobre Cervantes, Unamuno y Borges, sobre la metaficción, aunque la llamaba de otro modo. Cuando tuve la oportunidad de trabajar con Sylvia Molloy y James Irby, unos años después, ya había cierta pasión por Borges, aunque calificaría esa pasión como el interés de alguien que no sabía demasiado, todavía.

Fuente: Revista Ñ

Videoconferencia Balderston, "El precursor velado. R. L. Stevenson en la obra de Borges"

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Videoconferencia un diálogo de su autor con un grupo de destacados académicos y críticos especialistas en la obra de Jorge Luis Borges.

La conversación con Daniel Balderston (autor del libro y Director del Borges Center) será moderada por Carlos Gazzera (Director del Grupo Editorial Eduvim),  Evelyn Fishburn (Desde Londres donde es profesora ‘ad honorem’ del departamento de estudios hispanoamericanos en la Universidad de Londres y profesora emérita en la London Metropolitan University), Silvia Barei (desde Córdoba, Doctora en Letras, Ex Decana de la Escuela de Lenguas de la UNC y ex Vicerrectora de la Universidad Nacional de Córdoba, autora de varios libros y ensayos sobre Borges),  Mariela Blanco (desde Mar del Plata, Doctora en Letras por la Universidad Nacional de La Plata, investigadora Independiente del CONICET y docente de la cátedra de Literatura Argentina II en la UNMDP) y José Maristany (desde Buenos Aires, Doctor en Literatura Comparada por la Universidad de Montréal, Canadá. Profesor Titular de Literatura Argentina II en la Facultad de Ciencias Humanas de la Universidad Nacional de La Pampa y de Literatura Argentina I y II en el Profesorado en Letras de la Universidad Nacional de San Martín (Buenos Aires).



Fuente: You Tube


Hadis: "Gracias a mi abuela supe de libros, de inglés y de Borges"

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Hadis es un admirable investigador y especialista en el autor de "Ficciones". Lleva publicados, entre otros, los libros "Literatos y excéntricos", "Siete Guerreros Nortumbrios" y "Oesterheld, más allá de Gelo".

Por Máximo Soto

Hace un década Martín Arias y Martín Hadis, que se habían conocido en la secundaria, lograron la proeza de recuperar las lecciones sobre literatura inglesa que dictó Jorge Luis Borges en la Facultad de Filosofía y Letras de la Universidad de Buenos Aires, en un aula de un edificio de la calle Florida. Supieron mantener el estilo, la cadencia de la particular forma de hablar de Borges, su habitual arborescencia que lo llevaba a enriquecer sus dichos con poemas, historias y anécdotas. La reaparición de “Borges profesor” (Sudamericana) nos impulsó a dialogar con Martín Hadis, dado que Arias vive actualmente en España. Hadis es profesor, licenciado en sistemas, master of science en el MIT, estudió literaturas germánicas medievales en Harvard, y es un admirable investigador especialista en Borges, lleva publicados, entre otros, los libros “Literatos y excéntricos”, “Siete Guerreros Nortumbrios” y “Oesterheld, más allá de Gelo”.

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Periodista: Si ni usted ni Martín Arias, con quien escribió “Borges profesor”, no estuvieron en alguno de los cursos que dictó Borges sobre Literatura Inglesa, ¿cómo consiguieron los textos de sus clases?

Martín Hadis: Cuando Borges enseñaba Literatura Inglesa en la Facultad de Filosofía y Letras de la UBA no habíamos nacido. Con Martín Arias fuimos compañeros en el Nacional de Vicente López. Llegamos a las clases a través de los apuntes de un familiar de Arias que había cursado con Borges. Sumamos hasta tener todos los apuntes de las clases, pero no el listado de los alumnos. Hubiera sido fantástico tenerlo para poder entrevistarlos. Lamentablemente no había un solo nombre. Las clases debían de circular mimeografiadas. Son transcripciones hechas a partir de grabaciones. Pero los que desgrababan no sabían alemán, ni inglés, ni nórdico antiguo. Los nombres de los autores y los títulos de los libros estaban mal. Cada vez que Borges recitaba en algún idioma que no fuera el castellano ponían “recitación expurgada”, y estaban apiñados los comentarios que hacía. Entonces había que buscar cuál era la obra original, el poema que citaba y luego intercalarlo con sus comentarios.

P.: Así consiguen recuperar parte de los cursos que dio Borges…

M. H.: Parte no, es el curso entero.

P.: ¿No faltan las clases sobre Shakespeare?

M. H.: No, no falta nada. Cada año variaba el curso, “si no me aburro diciendo siempre lo mismo”, decía. Por ahí ese año no habló de Shakespeare, sería la explicación más simple. Otra es que decía que Shakespeare era tan dramático que parecía un escritor italiano, y por tanto era para otro curso. Lo sentía como ajeno al canon. “El teatro por ese tiempo era un género subalterno”. A la vez tenía una actitud reverencial con Shakespeare, como con el “Martín Fierro”. En “Borges profesor” está el curso entero. El de ese cuatrimestre.

P.: Algunos amantes de la literatura seguidores de Borges se colaban en sus clases...

M. H.: Borges comentó: “Yo sé, o más bien me dicen, yo no puedo verlo, que mis clases se llenan cada vez más de alumnos, y que muchos no están ni siquiera inscriptos en la materia. Deberíamos suponer que quieren oírme, ¿no?”. Decía: lo que hago es presentar amigos a mis alumnos; amigos son los autores que a él le gustan. Descreía de las escuelas literarias. Es el escritor, su obra y los que lo rodean. Cuenta anécdotas, hace literatura, se justifica con evidente placer: “Se me perdonará esta digresión pero la historia es hermosa”. Enseña: solo se puede ser inevitablemente contemporáneo, no hace falta esmerarse. “Borges profesor” es una máquina del tiempo, lleva directo a ése aula. Se es un alumno más que se sobresalta con lo genial inesperado, por caso la detallada comparación de los guerreros de Beowulf con los compadritos del Bajo.

P.: Ustedes lograron registrar el tono enjundioso, vacilante, reflexivo de Borges.

M. H.: Le agradezco el elogio pero no es nuestro mérito, nos limitamos a hacer una transcripción. En todo caso teníamos muy presente la cadencia de su decir. Y el que estaba muy contento con las clases. Su postulación a profesor titular de Literatura Inglesa fue de una sola línea: “Sin saberlo, me he venido preparando para este cargo a lo largo de toda mi vida”. Hasta “Borges profesor” sólo estaba un libro finito que publicó la desparecida editorial Columba, la “Introducción la literatura inglesa” que hizo con María Esther Vázquez.

P.: ¿Por qué en sus tres libros sobre Borges elige estudiarlo por temas laterales?

M. H.: Busco recorrer senderos no transitados. Llego a Borges por cuestiones biográficas. Mi abuela, Ana Rosa de Genijovich, era profesora de inglés y de literatura inglesa en la UBA. Su mentor fue Henríquez Ureña, y una de sus mejores era Ana María Barrenechea, que fue la primera en hacer una investigación académica sobre Borges. En ese ambiente supe de libros, de inglés y de Borges. Me hago preguntas. Tratar de saber qué esconde la enigmática lápida de Borges en el cementerio de Plainpalais con los versos que repetía antes de morir, me llevó a una investigación que dio como resultado “Siete Guerreros Nortumbrios”, ve en un poema bélico en el origen de la poesía inglesa el tema del coraje, de “mantenerse erguido y no temer”, y la batalla de La Verde donde muere su abuelo, el coronel Borges. Los ancestros ingleses de Borges me llevaron a descubrir los “Literatos y excéntricos” que están en sus raíces. Así como Borges trabajaba desde los márgenes, yo trato de encontrar a Borges desde sus aspectos laterales que terminan siendo centrales, que me explican quién es Borges, de dónde proviene el mandato de ser escritor.

P.: ¿Ahora que está escribiendo?

M. H.: Primero un dato, no me he limitado como un especialista académico en Borges, prueba de eso es la recuperación de los relatos de ciencia ficción de H. G. Oesterheld en “Más allá de Gelo”. Ahora estoy trabajando en un libro sobre Borges y el viejo Buenos Aires, y tengo ganas de hacer algo sobre Borges y el inglés antiguo. Aparte, tengo casi listo un libro de cuentos míos.

Fuente: Ámbito

DOCUMENTO: BORGES BOTICA


Borges explica y recita 'El Gólem'

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 ‘El Gólem’, poema publicado originalmente en el volumen ‘El otro, el mismo’, de 1964, y leído por su autor para la producción fonográfica ‘Borges por él mismo’, publicada en Buenos Aires en 1967.

Fuente: You Tube

Daniel Balderston: "En la Biblioteca Nacional no hay un solo manuscrito de Borges"

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Daniel Gigena

El director del Centro Borges de la Universidad de Pittsburgh destaca la importancia de borradores, notas y cuadernos para entender el método de escritura del autor de Ficciones.

"Leí por primera vez a Borges en 1974 y me sedujo la complejidad de sus escritos. He trabajado otros temas en varios intervalos pero siempre he vuelto a su obra con nuevos ojos", dice Daniel Balderston (Berkeley, 1952), de visita en Buenos Aires hasta hoy. En una semana, brindó conferencias en universidades de Rosario y en esta ciudad, donde anticipó que uno de sus últimos libros ( How Borges Wrote ) se publicará este año en el sello Ampersand. A lo largo de los años, Balderston investigó aspectos como la masculinidad en la obra del autor de Ficciones , su deuda con Robert Louis Stevenson, la relación del escritor argentino con la realidad histórica (menos distante de lo que se presume) y sus lecturas más frecuentes. En la última década, desde el Centro Borges que dirige en la Universidad de Pittsburgh, se abocó a descifrar las claves de los manuscritos borgeanos. Además, en su próximo libro, que publicará el sello cordobés Eduvim, se reunirán varios ensayos sobre la relación entre ficción e historia en las obras de Augusto Roa Bastos, Ricardo Piglia y Juan José Saer. Llevará como título una frase de la magna novela de Roa Bastos Yo el supremo : "Leído primero y escrito después".

¿Qué es El método Borges ?

En inglés se llamó How Borges Wrote y salió hace dos años en University of Virginia Press. Es un estudio de los procesos de escritura de Borges. En diez años de investigación pude consultar más de doscientos cincuenta manuscritos e imágenes de manuscritos que están dispersos en muchas bibliotecas y colecciones particulares. Es un libro organizado no por la cronología de las publicaciones, sino por los aspectos materiales de los manuscritos. Es decir que comienza con notas de lectura y algunos esquemas, y sigue con los cuadernos, ciertos detalles de esos cuadernos, las copias de los primeros borradores, algunos dactiloescritos, que son pocos porque Borges no sabía escribir a máquina. Hay uno que estudio en detalle, el del cuento "Emma Zunz", que está en la Universidad de Texas y que creo que lo pasó a máquina Cecilia Ingenieros. El cuento está dedicado a ella en el reverso de una de las hojas. Luego investigué las reescrituras del propio Borges en textos de libros y revistas ya publicados, algunas para sí mismo, no para reediciones. Hay casos de reescrituras muy radicales, por ejemplo con Inquisiciones , que lo reescribió por completo aunque nunca se editó con esa forma.



¿En qué consisten esos cambios?

Cambios de palabras, de cláusulas y de frases. Luego abordo la poética de la fragmentación en Borges. Estudio los métodos de escritura y de revisión, partiendo de las premisas de la crítica genética francesa, que aquí ha estudiado tan bien la profesora Élida Lois.

¿Podría describir el método borgeano?

En los primeros borradores de los textos a veces hay una explosión de posibilidades, pululaciones increíbles. Hay un par de casos que estudio donde consigna hasta quince alternativas, tanto a nivel de palabra como de frase, a veces marcadas con paréntesis, corchetes, signos matemáticos y de la lógica formal que él había estudiado en su juventud. En los primeros borradores, pone todas las posibilidades sobre la página. En los segundos, selecciona pero todavía quedan muchas; incluso en los terceros borradores hay cambios. El caso más radical es el poema a Francisco López Merino, que escribió entre el suicidio de López Merino en mayo de 1928 y la publicación del poema en octubre. Hay cuatro versiones diferentes. Eso indica que cuando comienza a escribir, Borges utiliza la hoja o el cuaderno como espacio de ensayo. No hay esquemas previos.

¿En ningún caso?

Los únicos dos esquemas que estudié, y creo que no hay muchos más, son dos hojas en un libro de Aulo Gelio sobre "Sentirse en muerte" y "Hombre de la esquina rosada".

¿Tuvo un fácil acceso a los archivos para hacer la investigación?

No. Muchos estaban en colecciones particulares, entonces tuve que pedir y volver a insistir ante coleccionistas argentinos y extranjeros. En las bibliotecas de Estados Unidos hay unos cuantos manuscritos y la Universidad de Pittsburgh, donde trabajo, ha comprado algunos. Hay un manuscrito importante en la Biblioteca Nacional de Madrid, el de "El aleph", y otros tres en Ginebra.

¿Por qué están tan dispersos los archivos de Borges?

Hay muchos que él regaló, porque se observan algunas indicaciones de los destinatarios que en muchos casos fueron las personas a las que él dedicó los textos en cuestión. Cuando él se separó de Elsa Astete Millán, en 1970, le dio al abogado que lo ayudó once cuadernos. La hija del abogado los vendió a una fundación que no quiero nombrar, que ya no abre y que pertenece a una familia argentina. Pude verlos en un lapso muy breve pero no suficiente.

¿Hay una especulación en torno a esos manuscritos?

Sí, supongo, porque son muy valiosos. Los que están en bibliotecas pertenecen a colecciones de manuscritos que los investigadores podemos consultar. Curiosamente, en la Biblioteca Nacional de la Argentina no hay un solo manuscrito de Borges.

¿El Estado argentino debería comprar algunos?

Eso estaría bien. Leí en las noticias sobre una posible donación y espero que eso prospere, porque sería muy importante que hubiera una colección de manuscritos, primeras ediciones y otros materiales de Borges en el país. Ahora está en catalogación la biblioteca de los Bioy y están los ochocientos libros que Borges donó a la Biblioteca Nacional en 1973, cuando se retiró de la dirección. Son los libros que estudiaron Laura Rosato y Germán Álvarez. En la de los Bioy aún no se sabe cuántos libros habrá con anotaciones de Borges, pero los hay. Y están los libros que él leyó en otras bibliotecas de la ciudad. Rosato y Álvarez trabajan en un segundo tomo de las lecturas de Borges en otras bibliotecas, como la de la Facultad de Filosofía y Letras de la Universidad de Buenos Aires, la Sociedad Argentina de Escritores y la de la Academia Argentina de Letras. Ellos han ido acopiando las anotaciones de Borges en todos esos libros. Sus anotaciones casi siempre están en las guardas y son breves, apenas la página y el comienzo de la cita. En los manuscritos, hacía anotaciones de fichas bibliográficas.

¿Por qué son relevantes esas anotaciones?

Porque permiten conocer exactamente las referencias y descubrir los casos de citas invisibles.

¿Qué es una cita invisible?

En el cuento "El hombre en el umbral", ambientado en la India, escribe que va a contar la historia tal como se la contó un personaje, sin hacer "interpolaciones de Kipling". Y dice que Bioy había comprado un puñal. Cuando le pregunté a Bioy, me dijo que eso era un invento de Borges. El manuscrito en cuestión tiene referencias a dos artículos de la Enciclopedia Británica , uno sobre la daga y otro sobre la espada. Pese a que había dicho que no haría interpolaciones de Kipling, en el manuscrito hay una nota sobre un poemario de ese escritor y la frase del cuento que se refiere a un loco que "andaba desnudo por estas calles, o cubierto de harapos, contándose los dedos con el pulgar y haciendo mofa de los árboles", que es una traducción de un verso de Kipling que no está marcado como cita. Eso es una cita invisible.

¿Son apropiaciones de textos de otros?

Sí. Sabemos que hay mucho de eso en su obra, y los manuscritos ayudan a organizar y detectar esas citas invisibles. En la época en que se estaba quedando ciego, hacia fines de los años cuarenta, comienza a escribir más fichas bibliográficas en sus manuscritos. Creo que estaba preocupado por poder continuar con el sistema de trabajo que había elaborado con cotejo de textos y notas de lectura en el margen izquierdo: su sistema de verificación de citas.

Internet hubiera simplificado mucho su sistema de escritura.

O a lo mejor lo hubiera ahogado en posibilidades. Su sistema de uso personal le sirvió para irse manejando entre los libros que frecuentaba con asiduidad.

¿Cuáles son las líneas de investigación de la crítica genética de textos?

Depende del autor. Un escritor como José Donoso hacía mucho trabajo preparatorio; María Laura Bocaz está escribiendo sobre eso. Julio Premat estudió a fondo los papeles y borradores de Juan José Saer, un escritor que se preparaba mucho pero que una vez que se lanzaba a escribir corregía poco. Borges está en el otro extremo: no hay trabajo previo, sino que los cuadernos y manuscritos son campos de posibilidades.

¿Siguen latentes en los textos las alternativas que quedaron afuera?

Creo que sí. En el manuscrito de "El jardín de senderos que se bifurcan", cuando Stephen Albert comienza a hablar con Yu Tsun de las bifurcaciones en el tiempo y señala que en otras dimensiones temporales están los mismos personajes pero en otras circunstancias que coexisten, aparecen muchas posibilidades adicionales. Borges dijo de manera muy enfática que no hay sino borradores, que la página perfecta no existe.

¿Qué es el Centro Borges de la Universidad de Pittsburgh?

Iván Almeida y Cristina Parodi lo fundaron en 1995 en Dinamarca. Cuando se jubilaron, en 2005, me propusieron dirigirlo. El Centro Borges se mudó de Aarhus a Iowa, donde yo estaba, y en 2008 se mudó a Pittsburgh. Dirijo la revista Variaciones Borges desde 2006 y hemos publicado varios libros, como el tratado filosófico del padre de Borges y un ensayo fascinante del cubano Alfredo Alonso Estenoz. Luego empezamos a publicar ediciones facsimilares de manuscritos, con transcripciones tipográficas que hizo María Celeste Martín. Tenemos tres libros publicados sobre los manuscritos: uno de poemas, de 2018; el de ensayos, de 2019, que tiene un ensayo inédito de Borges sobre Gustave Flaubert, de 1952, y el que acaba de salir es una edición de cuentos.

¿En los manuscritos aparecen las letras de otras personas?

Sí, en especial la de su madre. En el reverso del manuscrito del ensayo de Flaubert, con más de doscientas notas y referencias, está "Milonga para Jacinto Chiclana", que Borges le dictó a su madre. Habrá guardado el cuaderno en el armario bajo llave que doña Leonor Azevedo tenía en su casa y trece años después le habrá pedido a su madre que copiara ahí lo que iba a dictarle.

¿Cómo fue trabajar con el epistolario de José Bianco para la edición de Eudeba?

Fue un trabajo de varios años. Tuvimos que recopilar las cartas de los destinatarios con María Julia Rossi, y contamos con la colaboración de Eduardo Paz Leston. Fui muy amigo de Bianco, traduje Sombras suele vestir y Las ratas al inglés en los años ochenta. Lo traté mucho, igual que a Silvina Ocampo. Personas muy queridas. Silvina, con un aura de misterio y seducción; me fascinaba su literatura y también su persona. Bianco fue muy generoso conmigo y me abrió muchas puertas, igual que Enrique Pezzoni. A ellos dos les dediqué ¿Fuera de contexto? Referencialidad histórica y expresión de la realidad en Borges , donde investigo el modo en que en la obra de Borges la realidad aparece tratada con cierta distorsión o desplazamiento de datos reales hacia la ficción.

¿Robert Louis Stevenson es un precursor de la obra de Borges?

En la Universidad de Princeton, Sylvia Molloy me sugirió el tema para una investigación más profunda. Luis Andrés Murillo ya me había introducido a la obra de Borges. Nadie creía que Stevenson fuera de verdad importante para Borges. Lo que argumento es que las estrategias narrativas de Stevenson, como no contar la interioridad de los personajes sino sus gestos, sus acciones, tienen mucho que ver con las propuestas que Borges hizo en sus ensayos "El arte narrativo y la magia" y "La postulación de la realidad".

¿No se le debe a Borges una edición crítica de sus obras completas en la Argentina?

Estoy de acuerdo. Es un trabajo de equipo que puede llevar cincuenta años, pero que debe iniciarse. Se tiene que seguir un orden cronológico estricto, que privilegie las primeras versiones y especifique las referencias. Borges es el tipo de escritor que se merece un trabajo de esa magnitud.

¿Por qué lo entrevistamos? Porque es un especialista en la obra de Jorge Luis Borges, que investigó en profundidad los manuscritos de este autor
Biografía: Daniel Balderston nació en Berkeley, Estados Unidos, en 1952. Dirige el Centro Borges de la Universidad de Pittsburgh y la revista Variaciones Borges. Estudió en la Universidad de California y se doctoró en Princeton. Académico Correspondiente de la Academia Argentina de Letras, su último libro es How Borges Wrote.

Fuente: La Nación  -  14 de marzo de 2020 

Borges profesor: el aprender enseñando

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Jorge Luis Borges estuvo doce años al frente de la cátedra de Literatura inglesa en la Universidad de Buenos Aires. Solo uno de esos cursos se conserva, el de 1966. Veinticinco clases de pura literatura y placer que también muestran al Borges hombre.

El propio Jorge Luis Borges cuenta en Ensayo autobiográfico, escrito en inglés, que los distintos candidatos con aspiraciones a la cátedra de Literatura Inglesa y Norteamericana de la Universidad de Buenos Aires  habían enviado cuidadosamente sus listas de traducciones, sus publicaciones académicas, sus conferencias y otros logros. Él, Borges, solo se limitó a la siguiente oración: “Sin saberlo, me he venido preparando para este cargo a lo largo de toda mi vida”.

Casi doce años pasó Borges enseñando en esa institución. Muchas anécdotas y recuerdos quedaron de su paso por ahí, pero poco material de aquellas clases. Ahí es donde radica la importancia y el valor del trabajo que llevaron adelante Martín Hadis y Martín Arias, investigando y editando en forma de libro  las 25 clases del curso de 1966 que unos pocos alumnos grabaron para que otros pudiesen estudiar.

Borges profesor. Curso de literatura inglesa en la Universidad de Buenos Aires (Sudamericana – 2019) nos posibilita escuchar la voz de Borges en dichas clases, así como redescubrir al lector que había en él.

Se dice que lo que lo que Borges pretendía como profesor no era exactamente calificar a los estudiantes, sino por el contrario, entusiasmarlos, llevarlos a las lecturas de las obras y al descubrimiento de los escritores. Martín Hadis refuerza esta idea y sostiene que “Encontramos un Borges muy pedagógico, yo creo que lo que tiene de lindo este libro es, casualmente, que contradice a esa figura del Borges con un aura de complejidad. Acá  tenés un Borges que se sale de ese rol porque justamente no está siendo el escritor de ficciones sino un profesor que realmente quiere contagiar su amor por la literatura inglesa a sus alumnos”.

Borges decía que le gustaba mucho enseñar, sobre todo, argumentaba, porque mientras enseñaba aprendía. Y es así que, pese a no haber obtenido nunca un título universitario, fue aceptado como titular de la cátedra. En estas clases uno encuentra un Borges distinto, en realidad en una faceta distinta a la cual estamos acostumbrados a escucharlo. Acá, el profesor, juzga la literatura según el placer o la emoción que le da y busca luego contagiársela a sus alumnos. Es así que, entonces, Borges pone a los autores por encima de los movimientos literarios. “Él dice  ‘Yo lo que hago es buscarle amigos a cada alumno’  y cuando dice amigos se refería a los autores que él quería. Es muy lindo eso. Es puro cariño. Se nota un Borges que está contando lo que le fascina y explicando por qué le gusta lo que le gusta de una manera muy simple y muy sencilla. Es un gran profesor, contagia entusiasmo y es muy simple. Además combina con anécdotas y análisis que son muy interesantes y atrapantes, sin dejar el rigor de lado en ningún momento” explica Hadis.

Este es el único curso que se salvó de todos los que dio en la Universidad de Buenos Aires. En este caso se encontraron grabaciones  hechas por alumnos para aquellos que no podían asistir a clases. Es decir que no fue un proyecto deliberado, no fue grabado para salvarlo para la posteridad, sino solo con el objetivo de aprobar la  materia. Más teniendo en cuenta que aquel Borges de 1966 no era aún ni remotamente lo que es ahora en el mundo.

El trabajo de Hadis y Arias no es menor en el libro. Fue un arduo trabajo el de respetar la oralidad de Borges, corregir y anotar los autores que figuraban fonéticamente en los originales, así como las frases o títulos. Muchas veces los poemas con los que ejemplificaba Borges no figuraban, el rastrearlos y apuntarlos fue una tarea difícil, así como la corrección de datos emendando todo lo que pudiera ser error de trascripción. Finalizan con un anexo de traducciones y un alfabeto rúnico que logran un mayor placer a la hora de hacerse del material.

-¿Algunas voces critican la falta de Shakespeare en el programa de las 25 clases?

- Este es un curso y gracias a Dios que lo tenemos, pero él variaba el programa año a año. Esta es la foto que tenemos de 1966, quizás en el del año siguiente estaba Shakespeare y faltaba algún otro. Él iba variando el programa para no aburrirse. Borges tenía como un respeto reverencial hacia Shakespeare y quizás le pareció como demasiado vasto como para dar solo en pocas clases o para hacer un corte de la obra. Y tercero, y la más graciosa y quizás la más probable, es que él decía que Shakespeare no parecía un escritor inglés, porque estos tienden a decir menos de lo que se piensa, como a sub-expresar y no sobre-expresar, mientras que Shakespeare es puro drama, sangre y asesinato. Entonces no te queda ninguna duda sobre lo que quiere decir, de ahí que Borges solía expresar que no parece un escritor inglés sino un escritor italiano. Esa pasión de Shakespeare, a Borges, le parecía poco inglesa, pero de nuevo esto es especulación y quizás dos años después le dedicó varias clases a él. Ojalá se hubiesen salvado todos los cursos y tuviésemos diez Borges profesor y confirmar algo de esto.

Borges elige autores que no son del canon. Él opta por aquellos autores que a él le gustan y los retrata como personas de carne y hueso. Logra generarte fascinación por los autores desconocidos. Estaba muy atento a sus biografías y las compartía, ya que pensaba que los escritores siempre legan al futuro dos obras: primero su obra literaria y después la obra de su vida. De ahí que los retrate de una manera muy humana y muy cariñosa, que los pinte como si fueran sus amigos y los humanice.

La literatura de Borges tiene cierta cualidad particular e indudable. Puesto en los límites de la hibridez de géneros se convierte, al decir de Beatriz Sarlo, “en alguien que confía a la potencia del procedimiento y la voluntad de forma, las dudas nunca clausuradas sobre la dimensión filosófica y moral de nuestras vidas”. Y su vida pasaba por la literatura y sus libros. Y la esencia de sus clases estaba en eso también. “Era garantía de genialidad” afirma Hadis y lo refuerza con una anécdota: “Una vez, editando un libro de sus conferencias, nos dimos cuenta de que había dado dos conferencias sobre el Martin Fierro, una un día en Córdoba y la otra, al día siguiente, creo que fue en Buenos Aires. Totalmente distintas, por supuesto no se contradecía en nada, es decir,  totalmente coherentes, pero en una abarcaba un aspecto y en la otra, otro. Las dos eran completamente geniales”.

El curso comienza con los anglosajones, la poesía y las kennings, pasando por Beowulf, la poesía cristiana, el alfabeto rúnico, Samuel Johnson, William Blake,  Dickens y el Rey Arturo entre otros, para finalizar abruptamente en la obra de Robert Louis Stevenson.

No hay despedida. Se termina la clase 25 como se dio el inicio de la primera hablando y sintiendo los libros que Borges leyó. Nada quedaba a modo de despedida o de cierre. De ahí la sabia respuesta de Martín Hadis y Martín Arias de finalizar el texto con una de las mejores genialidades de Borges. Aquella que responde en una entrevista al ser consultado por las lecturas obligatorias: ““Creo que la frase lectura obligatoria es un contrasentido, la lectura no debe ser obligatoria. ¿Debemos hablar de placer obligatorio? ¿Por qué? El placer no es obligatorio, el placer es algo buscado. ¿Felicidad obligatoria? La felicidad también la buscamos. Yo he sido profesor de literatura inglesa durante veinte años en la Facultad de Filosofía y Letras de la Universidad de Buenos Aires y siempre les aconsejé a mis estudiantes: si un libro los aburre, déjenlo, no lo lean porque es famoso, no lean un libro porque es moderno, no lean un libro porque es antiguo. Si un libro es tedioso para ustedes, déjenlo… ese libro no ha sido escrito para ustedes. La lectura debe ser una forma de la felicidad”.

La única manera de leer es por placer y no por obligación. Eso quería transmitir Borges en sus clases. Sencilla y poéticamente contagiaba sus autores preferidos. Asistir hoy, a través de la lectura, a las clases de Borges no es solo conocer sobre literatura, sino, al decir de Whitman (uno de sus poetas preferidos), también se conoce al Borges hombre.

Fuente: 0223.com

Abel Posse: Diálogo con Jorge Luis Borges (en ocasión de sus 80 años)

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Borges vive en la calle Maipú, en pleno centro de Buenos Aires. Ocupa un modesto departamento de tres ambientes, de los construidos en la década del 30, con muebles coetáneos. Lo atiende Fanny, una sólida mucama cocinera paraguaya enérgica y poco sensible a las cosas del mundo literario del patrón de casa. Por la casa merodea “Beppo” un gato blanco, gordo y poco espiritual.

Sorprende no ver adornos. Sobre un aparador hay un centro de mesa de cristal donde estaban mezcladas algunas boletas de la electricidad con la medalla de la Orden Británica. Las paredes están recubiertas de libros que fueron usados hasta hace unos 25 años, cuando todavía Borges podía leer. Son casi todos libros en inglés, encuadernados. Allí están los frecuentados clásicos y esos libros exóticos con los que Borges creó muchos de sus juegos literarios y esas citas que le dieron fama de erudito. En el pequeño cuarto de Borges, con una cama contra la pared (no ocupa el cuarto dejado por la madre que quedó igual desde su muerte, con la gran cama, testimoniando lo que significa para Borges una pesadísima ausencia), hay una biblioteca con los clásicos españoles.

No se ve ningún libro nuevo o siquiera reciente. Fanny, según dicen, echa a la basura sin más trámite las decenas que llegan cada mes, enviados por jóvenes escritores entusiastas de todo el mundo. Algunos sospechan que la correspondencia no corre mejor suerte. Lo cierto es que Borges, si se ocupase de ella, debería montar una oficina.

Lo curioso es que tampoco se ven libros de Borges (no pude encontrar ninguna de sus tantas traducciones en lenguas extranjeras). Sólo vi un ejemplar de las Obras Completas.
Borges tiene 80 años. Dice mucho en su favor que nadie lo trate como a un anciano. Logra hacer olvidar la edad y también la ceguera casi completa (observé muchas veces que la gente le dice ¿vio esto? ¿leyó aquello?, sin sentirse incómoda después de formulada la pregunta).

Cuando llegué se estaba terminando de afeitar. Lo hacía con una máquina eléctrica que él llama la navaja (y me explicó: “Al fin de cuentas se trata de varias navajitas que giran, Le hago una reflexión sobre su edad y me dice:

B: no, nada de hablar de la edad. Es insignificante. Además, fíjese, no soy más que una víctima del sistema métrico decimal. Según él cumplo ochenta años. Si se les hubiese ocurrido contar cada doce o cada catorce unidades yo ahora podría tener una edad decorosa, sesenta años digamos…

P: usted cumple con una tradición de familia, la longevidad.

B: sí, es cierto. He estado pensando que la longevidad es una forma de insomnio.

P: pero sería el único insomnio en que se rehuye el sueño reparador. El insomne normal lo único que desea es dormir. En cambio nadie quiere morir…

B: no. Los longevos más bien queremos morir. Mi madre siempre me decía “¿Viste? Otro día:. todavía no me he muerto”. Si a mí me dijesen que me muero esta noche sería tanta la alegría que a lo mejor no me muero.

P: vengo de España y muchos amigos me comentaron algunos de sus juicios sobre la literatura española, a muchos les cayeron mal…

B: ¿por qué? No creo haber dicho nada malo. La literatura española… Trataré de decirlo cortésmente: empieza espléndidamente con los Romances que son realmente lindísimos. Luego vienen escritores admirables como Fray Luis de León que para mí sigue siendo el mejor poeta castellano. Y San Juan de la Cruz. Y así llegamos al Quijote que creo que es un libro realmente inagotable, sobre todo la segunda parte. Pero después ocurre algo que ya se nota en dos hombres de genio como lo son Quevedo y Góngora: todo se torna rígido. Uno tiene la impresión de que ya no hay caras sino máscaras. La culminación de este fenómeno se da en Baltasar Gracián, donde no se siente ninguna pasión ni sensibilidad. Es un mero juego de formas como el cubismo o la literatura de Joyce… Luego tenemos el siglo XVIII, muy pobre. Y el movimiento romántico donde España sirve para inspirar a todo el mundo menos a los españoles. Solamente queda Bécquer: una réplica débil del primer Héine…

P: ¿y Saavedra Fajardo?

B: es un gran escritor, justamente me lo estaban leyendo en estos días.

P: un pariente cercano suyo, un gran estilista.

B: gracias, haré lo posible por ser digno del parentesco… Luego de este panorama general ocurre un hecho que creo que no se debe ocultar: cuando todo se renueva sobre todo por influencia de Francia (la obra de Hugo, de Verlaine, de Poe Poe también nos llegaba de Francia porque entonces Francia era la forma para que se puedan comunicar dos países americanos) esa renovación se hace desde este lado del Atlántico y no desde España. Si Ud. piensa en Rubén Darío, en Jaimes Freyre, en Lugones; son poetas no inferiores y ciertamen­te anteriores a los Machado y a Juan Ramón Jiménez.

P: ¿y en la prosa?

B: yo quisiera mencionar el nombre de un renovador que tal vez va a molestar a los españoles: Groussac. Alfonso Reyes me dijo: Groussac, que era francés, me enseñó cómo debe escribirse en castellano…

P: muchos dicen ahora eso de usted.

B: gracias. Espero que alguien pueda enseñarme a mí a escribir bien…

P: ¿y la generación del 98? ¿Qué diría de Azorín?

B: no me gusta. Evaristo Carriego decía que escribía estilo “pan rallado” ¿querría decir que Azorín escribía sin unidad?

P: sin embargo es un creador de lenguaje. Tiene una gran fuerza estilística: domina el arte de crear un clima o una intimidad, con muy pocos elementos… ¿Y Valle Inclán?

B: me parece que era un guarango. Una vulgaridad.

P: ¿no le encuentra ningún valor literario?

B: no. Me parece de mal gusto. Como persona debió ser muy desagradable.

P: ¿y Unamuno?

B: Unamuno sí, aunque nunca me pude explicar bien ese deseo de inmortalidad que tenía. Más notable que su obra es su hábito de pensar continuamente, fue un pensador notable. A quien recuerdo con particular afecto es a Baroja. Se lo quiere más a él que a su obra. Es al revés de lo que pasa con Shakespeare: todos recordamos Hamlet y casi no nos interesa el hombre que lo escribió.

P: a mí me parece que Ud. fue un poco injusto con García Lorca cuando lo calificó de “andaluz profesional”. En España encontré gente enojada con Ud. ¿Tampoco le interesó el teatro de él?

B: vi “Yerma” y me pareció mala. Nunca me interesó García Lorca, pero no me gustaría que alguien crea que tengo algo en contra de los andaluces. Yo hubiera querido ser andaluz. Lo que nunca habría querido ser es catalán: los odian en España y entre los franceses se nota enseguida que son impostores… Pero recapitulando, yo creo que nosotros le dimos más a España que España a Hispanoamérica, a partir de Darío.

P: en su lista no recordó a Garcilaso…

B: muy bueno, extraordinario. Pero fíjese que venía de la poética italiana, de Petrarca; los mismos españoles lo consideraron exótico. Aunque, si uno los compara, Garcilaso nos parece más fuerte, más grande. En esa época los dos idiomas más importantes eran el español y el italiano. El inglés era un idioma raro, como sería el danés hoy. Esas importaciones de formas, como en el caso de Garcilaso, eran frecuentes. Saavedra Fajardo, por ejemplo, viene de los latinos, de la estructura de la frase latina. Mire qué maravillosa esta frase de Saavedra cuando habla de los escoceses: “El tribunal de sus iras y de sus venganzas es la espada”. (Borges recita): Corrientes aguas puras cristalinas

Qué maravilla, ¿no? Aunque algunas veces en Hispanoamérica la tradición española se torna un peligro. Fíjese que cuando estuve en Colombia, un señor que era poeta para elogiarme me dijo: “Qué bien se lo ve, señor Borges, redondo y colorado como un queso”: Terrible pasión por la metáfora, ¿no? Y una influencia de la métrica de Garcilaso:
Corrientes aguas puras cristalinas
Redondo y colorado como un queso…”

P: volviendo al tema de sus críticas a la literatura española, nuestra literatura, me parece que muchas cosas que usted dijo interesaron porque muchos tienen la sospecha de que gran parte de ella es aburrida.

B: claro. Tiene lo muy bueno y lo mucho de aburrido. Antes, en las primeras décadas del siglo, ocupaba un lugar de segunda, cuando la importante era la francesa, la inglesa, la alemana. A mí me contó Manuel Gálvez que fue una vez a verlo a Lugones y Lugones le dijo: “¿Para qué lee Ud. literatura española? Es como si Ud, se dedicara a la literatura búlgara. Lea la gran literatura y olvídese de esas piezas de museo de la literatura española, búlgara, etc.”

P: creo Borges que Ud. estará de acuerdo en que a pesar del mucho aburrimiento hay dos momentos inobjetables: la grandeza del Quijote, culminación de la nobleza literaria: y la poesía mística, San Juan, Fray Luis. Sólo esos dos momentos la ponen por encima, en cuanto a genialidad, de la literatura francesa, por ejemplo…

B: si. Y a pesar de Sancho.

P: ¿por qué?

B: Lugones decía que el contrapunto entre los dos personajes era innecesario, fácil. En “Martín Fierro” elogiaba que los dos gauchos, Cruz y Fierro no viviesen en contrapunto. Pero estoy de acuerdo con lo que dijo. Y ya que estamos hablando de literatura española no quisiera olvidar a dos amigos míos que fueron entre ellos enemigos personales: a Ramón Gómez de la Serna y a Cansinos Assens. Dos hombres de genio aunque completamente distintos, uno un erudito, el otro un gran artista. Gómez de la Serna fue un extraordinario literato y quedará en las letras. Buenos Aires le hizo mal. Yo creo que hubiera sido un gran poeta. Las “greguerías” le anularon muchas posibilidades: si uno se acostumbra a pensar en forma tan atomizada termina atomizado. Se disgregó en greguerías.

P: ¿un caso parecido tal vez al de Macedonio Fernández?: un buen escritor con poca obra.

B: Macedonio no quedará. A Macedonio sólo lo pueden apreciar los que le oyeron contar sus cosas… Y ya que no hablé tan bien de García Lorca quisiera decir que para mí Marcelino Menéndez y Pelayo es un gran poeta injustamente olvidado. Un gran poeta, mire este verso:
La náyade en el agua de la fuente…

P: tal vez su fama de erudito, su gran erudición, ocultó ante la gente su realidad de poeta…

B: sí, eso pasa. Ahora me acuerdo una cosa que decía Macedonio Fernández y que yo quiero suscribir totalmente; decía que los españoles y los hispanoamericanos deberíamos llamarnos “La familia de Cervantes”. Sería difícil unirnos todos diciendo “la familia de Quevedo”, a pesar de su grandeza de literato. En cambio si decimos “la familia de Cervantes” no creo que encontremos ningún opositor…

P: ¿Y de Pérez Galdós?

B: nunca me interesó ese tipo de novela, aunque leí “Misericordia” con placer. Pero en general no me interesa esa novela que se origina en Flaubert y según la cual cuando uno entra en una habitación tiene que describir todos los muebles que ve.

P: pero en cierto Flaubert. Porque en “Bouvard y Pecuchet”, que Ud. tanto elogió, hay un increíble avance: es la primera novela de este siglo.

B: sí, pero la que hizo escuela fue “Madame Bovary”. Stevenson creía que el que tenía la culpa de todo esto era Walter Scott. Pero en Sir W alter Scott se justificaba porque describe la Edad Media y hay que informar al lector de cosas y ambientes que no conoce.

P: ¿y Proust?

B: no me interesa. A mí me parece que creó un mundo menor, un mundo mezquino. Del mismo modo que creo que hay mezquindad en Joyce. (Joyce es más bien ilegible pero no se pueden olvidar ciertas frases espléndidas, era poeta, debió haber escrito sólo poemas). Pero al leer a Proust sentía que me asfixiaba, que estaba incidido en un mundo de chismes, que es lo que pasa un poco con Henry James, ¿no?

P: pero en Proust hay una nostalgia de una vida, de un tiempo, el fin de siglo, que hemos cargado de prestigios y que Proust lo supo conservar. El es como un símbolo de un mundo perdido.

B: sí, pero eso ya está fuera de lo literario. A mí me parece que no fue un “bon vivant”, por eso quizá pudo imaginar ese mundo…

P: a usted, que respeta tanto a Schopenhauer me gustaría preguntarle sobre el amor, las mujeres, la muerte, como en el título de aquel libro.

B: sobre las mujeres puedo decir que están y estuvieron siempre muy presentes en mí. Yo pienso tanto en las mujeres que trato de no pensar en ellas cuando escribo. Pero sin embargo están presentes. Diría también que siempre hay una mujer única que sin embargo no ha sido siempre la misma.

P: es una idea más bien platoniana.

B: en cuanto a la noción de arquetipo sí. Pero esa mujer es real aunque múltiple. En mi obra poética hay muchos versos de amor, pero la gente prefirió creer que yo tendría algún reparo en estos temas. No es así, al contrario.

P: tal vez eso ocurra porque usted no quiso llevar a su obra sus experiencias personales. Tampoco usted ha hablado de ellas en público, en ese sentido es usted muy “british”.

B: creo que sí. Usted sabe que, en Inglaterra si uno le decía a una mujer que era linda, se indignaba. Era un improcedente “personal remark” y uno no tenía derecho a hacer eso. Uno sólo tiene derecho a hablar de temas impersonales, generales.

P: pero los argentinos no somos así. Somos más bien impúdicos en ese sentido.

B: claro. Y además las mujeres esperan que les digan que son bonitas. Es casi al revés. Pero no participo de ese estilo. Fíjese que tengo amigos a quienes nunca hice ese tipo de confidencias, ni ellos a mí: Macedonio Fernández, Bioy Casares, Manuel Peyrou.

P: ¿y la muerte?

B: ¿la muerte?: la única esperanza que me queda.

En La Gaceta, Tucumán, 26 de agosto de 1979.
Foto:Abel Posse, Jorge Luis Borges,el prof Zilio y cuerpo docente
En la universidad de Ca Foscari, Venecia, 1974.
Archivo Abel Posse


Fuente: La Gaceta, 26/08/1979


Jorge Luis Borges: “Cuando escribo algo como Borges, lo borro”

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 Por Miguel Briante.

En el año 1974, cerca de abril, la editorial Emecé anunció que lanzaría al mercado las primeras Obras completas de Jorge Luis Borges, un solo tomo que Manuel Mujica Lainez calificaría, al tiempo, como una especie de “caja de zapatos verdes sobre la que en todas las casas ponen una lámpara pero que nadie ha leído”. Yo trabaja, por entonces, en la revista Panorama, de la editorial Abril. Una distracción editorial no permitió que la entrevista con Borges que me habían pedido saliera completa. Revisando papeles —para organizar esa selección de mis trabajos periodísticos que alguna vez publicaré— aparecieron unas hojas donde, sacando algunos baches, la charla aparece completa. El diálogo transcurrió en aquel departamento de la calle Maipú donde Borges ya estaba esperando. Le dije que el tema era, en principio, la aparición de sus Obras completas. Que yo quería preguntarle si había modificado algo en su obra para ese libro que publicaba Emecé.

—Sí —dijo Borges—, he introducido muchos cambios. Y he dejado caer algunos libros que decididamente me incomodan, me desagradan. Ahora, desde luego, hay personas que creen que un escritor no tiene derecho sobre su obra. Pero yo les diría: “¿En qué momento la obra deja de ser del escritor?”. Si una persona introduce una corrección un día después, creo que se admite, y si la introduce un año después, creo que también. Pero al cabo de muchos años se pone en duda ese derecho. Ahora yo recuerdo lo que dijo Yeats, ese gran poeta irlandés, cuando lo acusaron de haber modificado sus propias composiciones. Él dijo: “Yo mismo me rehago”. Y creo que como yo seré juzgado por ese libro, porque ese libro reúne cincuenta años de labor literaria, es que prefiero que me conozcan como el que soy ahora. Y si encuentro versos flojos, como he encontrado muchos, y si puedo mejorarlos, entonces: ¿por qué no voy a hacerlo? Porque si no sería simular que me siguen gustando. De modo que he suprimido composiciones enteras. Ahora, yo sé que todo el mundo va a decir que estaban mejor antes. Pero eso, yo creo, porque hay composiciones mías que han logrado cierta fama, que han logrado demasiada fama. Entonces la gente se ha acostumbrado a leerlas de ese modo y no admite ninguna variación. Por ejemplo, hay un poema mío que se llama, que se llamaba “Fundación mitológica de Buenos Aires”. Luego, releyéndolo, me di cuenta hace ya varios años que la palabra “mitológica” era absurda. Esa palabra sugería ideas de mármol y en cambio lo que yo quería decir, y no dije por torpeza, disculpable negligencia, era “mítico”. Entonces puse “Fundación mítica de Buenos Aires”; ahora hay personas que me han dicho: “Mitológico es mejor”. Pero creo que es simplemente porque están acostumbrados a esa forma. No porque esa forma sea mejor. Porque cuando han tenido que discutir el asunto conmigo han convenido que “mítica” es la palabra adecuada.

—Mítica ¿es más coloquial?

—No, no, no. Yo digo mitológica y eso ya sugiere divinidades, dioses, una mitología, y no hay tal cosa. Hay simplemente una fundación mítica en el sentido de una fundación imaginaria de Buenos Aires, nada más. Y luego, hay otros casos en los cuales he introducido variaciones; hay un poema mío que actualmente no me gusta pero que he conservado, y creo complementado con otro, sobre el asesinato de Quiroga. Yo al final había puesto: “Las ánimas en pena…”.

—“De hombres y caballos”.

—No, yo había puesto: “De fletes y cristianos”. Y pensé que fletes y cristianos es menos criollo que hombres y caballos. Fletes y cristianos es una aceptación del criollismo.

—Usted eso ya lo había modificado.

—Sí, sí, ya lo hice. Del mismo modo mi libro incluye una serie de milongas que formaron en su tiempo un libro titulado Para las seis cuerdas. Las seis cuerdas de la guitarra. Yo, en ese libro, evité, sin ningún trabajo, el lunfardo, porque creo que el lunfardo es un dialecto artificial, para saineteros y letristas del tango. No he observado a nadie que lo hable realmente. O si se habla se habla como una broma, ¿no? Es decir: Las palabras lunfardas se usan entre comillas. Entonces creo que el criollismo que esas milongas tienen está en la entonación, que es donde debe estar, y no en el empleo de ciertas voces donde uno ya ve al literato: el diccionario lunfardo-castellano y castellano-lunfardo al lado, agregando palabras, disfrazándose de compadrito. En cambio, como esas milongas se han escrito solas, y se han escrito solas sin necesidad de palabras lunfardas, quedaron tal cual. Pero creo que mi labor literaria, de cincuenta años, está bien representada en este libro que ahora saca Emecé. Y que ese libro es un hecho importante en mi labor literaria, y no diré en mi carrera literaria porque yo nunca he pensado en la literatura como en una carrera. He pensado en la literatura, bueno, desde luego, como un placer. Y en cuanto a la escritura, la redacción, ha sido un placer y una necesidad también. Es decir: cuando yo he escrito, nunca he pensado en éxito o fracaso; creo que esas dos palabras son totalmente ajenas al arte. Bueno, Kipling, un escritor al que yo admiro tanto, pensaba que el éxito y el fracaso son imposturas; que nadie fracasa tanto ni nadie triunfa tanto como cree, que todo es relativo. Y sobre todo en materia literaria, yo veo hombres famosos que se eclipsan, que desaparecen, cuyas obras se pierden de vista y que luego vuelven.

—Hay una vieja tradición que dice que los escritores célebres en su momento son los destinados a desaparecer y que los otros serán redescubiertos.

—Bueno, a veces es así. Pero también un escritor puede ser famoso para sus contemporáneos y ser famoso después. Un caso muy curioso es el de Miguel de Cervantes, que para sus contemporáneos era simplemente lo que llamamos un best-seller ahora. No lo tenían en cuenta literariamente; para ellos El Quijote era un libro que se vendía mucho pero que no tenía valor literario.

—¿Usted piensa que la imagen que va a dejar con estas Obras Completas es la imagen que usted hubiera querido dejar?

—No. Yo hubiera querido hacer un libro menos abultado. Pero como sé que los libros están ahí y que de cualquier modo, a los tantos años de mi muerte, algún editor puede interesarse en ellos, prefiero pulirlos. Ahora, en cuanto a las enmiendas que he introducido (que no son tantas, después de todo) se refieren sobre todo al verso, y eso por razones tipográficas. Porque si uno quiere modificar algo en un párrafo en prosa, eso ya significa modificar todo el párrafo; en cambio un verso es una línea que puede modificarse fácilmente. Si usted modifica algo en una página en prosa hay que modificar toda la página y entonces uno corre el peligro de las erratas, en lugar de los antiguos errores.

—Ahora, con Emecé, usted empezó hace años a publicar de nuevo sus libros de poemas. Ahí usted ya introdujo modificaciones.

—Sí, porque algunos versos eran huecos, o retóricos, o a veces afectadamente familiares. Pero creo que este libro de ahora me representa bien.

—Pero, para estas Obras completas, ¿usted volvió a corregir?

—Sí, he vuelto a corregir.

—¿Cuál fue el método?

—El mejor método posible: releer. O mejor dicho, como no puedo releer, porque estoy ciego, he hecho que me relean, y a veces me he encontrado con versos que me han parecido singularmente torpes, con imágenes feas, y luego, sobre todo en las primeras composiciones, he encontrado muchas vaguedades. Palabras como “alma”, por ejemplo, o “corazón”. Y eso lo he suprimido porque creo que pueden no ser eficaces; aunque, sin duda, hay ocasiones en que pueden ser las palabras más eficaces,  porque todo depende del contexto. Ahora, desde luego, yo siento una gran gratitud por la editorial, que me hace este regalo.

—Son sus cincuenta años en la literatura.

—Sí, cincuenta años, eh, de tarea literaria. Y qué raro, eh, cuando yo pienso en esos cincuenta años de haraganería, de postergación, de proyectos no ejecutados, de proyectos abandonados, de borradores perdidos, y sin embargo así, a fuerza de haraganería, a fuerza de distraerme (pero esa puede ser la tarea del poeta, o del escritor), a fuerza de todo eso he logrado este libro que me parece bastante imponente. Tiene mil doscientas páginas. Mil doscientas páginas que las he hecho, bueno, a través de los diversos azares de la vida. Y sin embargo, yo he sido una persona más bien haragana, ¿no?

—Volviendo a lo que usted suprimió porque no tenía lugar en su obra, ciertos lunfardismos…

—Bueno, no, no, en eso no incurrí nunca.

—Sí. Usted se desdice de “Hombre de la esquina rosada”.

—Es que el “Hombre de la esquina rosada”, creo, no es un mal cuento si lo lee como lo que yo dije que era en el prólogo de Historia universal de la infamia; es un cuento artificial, es un cuento escénico. Y fue leído como si fuera un cuento realista. Cuando yo escribí ese cuento sabía que los hechos no ocurrían así. Yo, por ejemplo, había visto desafíos, provocaciones, y sabía que no eran así, bruscas y escénicas. Que eran más bien graduales, que el tono era distinto. Pero yo estaba muy impresionado por los cuentos de Chesterton y por los films de Joseph Von Sternberg. Se me ocurrió escribir un cuento que fuera continuamente visual, teatral. Un cuento en el cual cada cosa ocurriera de un modo visual y vívido. Entonces escribí ese cuento y advertí eso en el prólogo del libro en que lo recogí. A la gente se le ocurrió leer ese cuento como si fuera un cuento realista.

—Y ahí usted se convirtió en una especie de adalid de los realistas.

—Cosa rara, sí. Es rara, porque ese cuento no está hecho para ser realista. Y en otro libro mío, creo que en el Informe de Brodie, hay un cuento que se llama “Historia de Rosendo Juárez”, en el cual yo…

—Desmiente la versión de “Hombre de la esquina rosada”.

—No, en el cual cuento la historia tal cual puedo ya soñarla con sinceridad ahora, o imaginarla con sinceridad. Pero quienes lo han leído han considerado ese cuento como una especie de palinodia. Nada de eso, creo que es un buen cuento realista, orillero. Y el otro, creo que, bueno, no sé si es bueno o es malo, pero en todo caso sé que es falso, hecho para ser falso, de la misma manera en que una ópera está hecha para ser falsa, por ejemplo, y puede ser buena. O la tragedia en verso; Macbeth está escrito en verso y es una de las grandes tragedias del mundo, y está hecho para ser falso. Shakespeare diría que la gente no habla en verso, y no habla usando las esplendidas metáforas que él usaba. Como no estaba loco tenía que saber eso.

—Hay, quizá, dos tipos de lectores suyos, Borges. Por un lado el que defiende la parte, digamos, típica, la parte orillera de sus relatos, y los que eligen su costado llamado metafísico. Usted, ¿cómo querría que lo leyeran? ¿Cuál sería el encuentro justo entre lo que usted quiere y el lector?

—La lectura justa dependería del texto. Hay ciertos textos míos, hay un texto en prosa que se llama “Sentencia de muerte”, que están hechos para ser leídos de un modo metafísico, no sé si será demasiado ambiciosa la palabra. Y hay otros, hay el libro de milongas, por ejemplo, Para las seis cuerdas, “Milonga de Jacinto Chiclana”, y las otras, que están hechas para ser leídas así como lo que son, nomás, como modestas páginas orilleras.

—Pero, ¿hay una monotonía esencial en su obra que hace que se junten esos dos costados?

—Sí, posiblemente. Posiblemente yo me he pasado la vida escribiendo tres o cuatro poemas y tres o cuatro cuentos. Pero felizmente no me he dado cuenta de eso. A veces, después de haber escrito un cuento, he comprobado que ese cuento era esencialmente otro, que ya había escrito. Pero ese otro ocurría en un país distinto, en una época distinta, con personas distintas. Pero el cuento era esencialmente el mismo. Y creo que eso les pasa a todos los escritores, sobre todo a los escritores que son sinceros. Ahora, naturalmente, si un escritor se dedica a imitar a A, B, C o D, entonces puede producir una obra muy variada. En general, no sé si nos es dado contar muchos cuentos, componer muchos poemas. Posiblemente llevamos uno, uno o dos, adentro, y ésos sean los importantes. Ahora, uno se pasa la vida buscándolos y eso es benéfico porque permite la continuación de la tarea literaria.

—Usted, en algún libro se disculpa ante el lector por “si estas páginas consienten algún verso feliz”, y hasta ha hablado de su torpeza como escritor.

—Sí, a veces, cuando escribo, pienso que no tengo ninguna facilidad. Y luego recuerdo que, al fin de todo, he aprendido ciertas trampas y que, además, como conozco bien mis límites, sé que no podré ser, en lo que yo escriba, ni muy superior ni muy inferior a lo que ya escribí otras veces.

—¿En la reiteración de esas trampas está su estilo?

—Sí, seguramente. Pero es mejor que el escritor no sea demasiado consciente de las trampas. Si no, dejaría de escribir. Porque, al fin de todo, un estilo es una serie de artificios. Aunque también puede haber otra cosa. Puede haber una entonación. Una voz. Y eso no sé si se logra por artificios. Aunque seguramente se logra, puesto que estamos usando palabras.

—Quienes tratan de imitarlo, Borges, e incluso de parodiarlo, eligen cinco o seis palabras claves que se repiten en sus textos: laberinto, conjeturo, sospecho…

—…tigre. Sí. Puñal, espejos, dobles, etcétera. Yo, ahora, cuando escribo algo que se parece demasiado a Borges, lo borro.

—¿A qué atribuye que, con el tiempo, usted ha venido a ser el único escritor argentino al que se puede reconocer a primera vista, sin que su nombre se señale en el texto?

—No, no creo eso.

—¿Usted diría que hay algún otro escritor? Al único que reconocemos desde la primera línea, por la entonación, por el estilo, no por el tema o los personajes, es a usted.

—Ah, ¿sí? Yo no sé si eso es un mérito o una forma de pobreza. No sé, realmente. Y tampoco sé si es cierto eso. Pero pasa lo mismo con Bioy Casares, sin duda, ¿no?

—En alguna medida.

—Bueno, y hablando de mi generación, con Mallea.

—Por el aburrimiento, quizá.

—Bueno, no estoy de acuerdo con usted. Seguro que lo que pasa es que a usted no le gusta el género que cultiva Mallea. A usted no le gusta la novela, la lenta novela psicológica. Pero me parece que toda literatura exige, tiene ciertas convicciones, tiene ciertas leyes que uno debe aceptar. Por ejemplo, bueno, vamos a poner un caso más sencillo; me parece que si usted dice: “A mí no me importa quién mató a fulano, no me importa cómo entró el asesino en la habitación”, usted está privándose del placer de toda la literatura policial, ¿no? Como si usted dice que la gente no habla en verso, y no admite drama en verso, se pierde el placer que pueden darle Corneille, Shakespeare, tantos otros, ¿no?

—¿Y a usted le gusta la lenta novela psicológica?

—No, a mí la novela en general no me gusta. Me gustan los cuentos.

—¿Le hubiera gustado escribir una novela?

—No. He leído muy pocas novelas. Siempre me han costado esfuerzos. Salvo en el caso de Conrad, en el caso de Cervantes. Pero, en general, yo no escribo novelas pero no leo novelas tampoco. Yo creo que en toda novela es inevitable el ripio. Es decir que siempre hay partes, como conjunciones, como ligaduras.

—¿Nunca comenzó a escribir una novela?

—No, nunca. Y no creo que lo haga, tampoco. Si no me gusta leerlas, cómo me va a gustar escribirlas. Ahora, claro, el Kim de la India, de Kipling, me parece una gran novela. No sé hasta dónde es una novela. Es decir: cuando uno piensa en novela no se piensa en ese tipo de novelas.

—Como El Quijote; una serie de cuentos, de episodios, enlazados por un personaje.

—Sí, El Quijote, o Las aventuras del padre Brown o Sherlock Holmes. Diversos modos de ver un personaje.

—Pero Conrad, por ejemplo, es un escritor de novelas.

—Sí, pero a mí me gustan los cuentos de Conrad.

—Bueno, habíamos estado hablando de Mallea y yo le decía que Mallea no es reconocible, salvo, quizá, si se lee alguna frase sobre las barrancas de Plaza San Martín.

—Pero eso es circunstancial, ¿no?

—Mi intención era preguntarle, finalmente, ¿cómo llegó usted a un tono tan reconocible y tan argentino?

—Bueno, eso sí; creo que es argentino. Quizá sin proponérmelo, ¿no? Sobre todo porque cuando yo quería ser argentino no lo era. Era tan profesionalmente argentino que resultaba extranjero. En cambio ahora no trato de escribir como español pero tampoco como argentino, del mismo modo que no trato de tener otra casa que la que tengo, porque ya la tengo. Me parece que —terminó Borges— soy argentino y que eso es un hecho fatal.


 * Publicada originalmente en Revista Panorama, 1974. Dicha entrevista se reprodujo en Página/12 en octubre de 1993.

Fuemte: Eterna Cadencia


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